“Lo mejor que se puede hacer, siendo nuevo en algún lugar, es pasar desapercibido” me aconseja mi suegro mientras me mira por encima de su cucharada de fabada.
Me recuerda que ser migrante nunca será algo sencillo y que adaptarse al entorno es la alternativa darwiniana recomendable para sobrevivir. Mimetizarse entre la multitud, estar sin ser visto, contarse como uno más, encajar en una sociedad ajena a la tuya es la demostración suprema del arte de la imitación. Pero hay un aspecto que difícilmente lograré camuflar, pues viene incrustado desde la cuna, y es gracias a él que podrán relacionarme con el Caribe hasta sumergido en las mismísimas mareas humanas de la Gran Vía en Navidad: nuestra pronunciación de la ce y la zeta.
Parece un asunto trivial, pero la forma en que todo nuestro continente, seguro por azares caprichosos de los dioses de la lengua, creció pronunciando las sílabas ce, ci, za, zo y zu, como si estuvieran escritas con ese (se, si, sa, so y su) no es solo un accidente lingüístico casual, sino que con el tiempo se transformó en una impronta personalizada de nuestro español, una denominación de origen que automáticamente nos delata como los nacidos bajo otro sol. No en vano, es recurrente encontrarse con tratadistas españoles que se refieren a esta particularidad como el “característico seseo latinoamericano” o a la mismísima RAE llamándonos “zona de seseo”, pues, aunque sea un toque de color que se espolvorea sobre los variados acentos de esta tierra para darles más sabor, se trata inapelablemente de un error que acarrea consigo algunos efectos colaterales.
El más palpable, evidentemente, es su impacto en la ortografía, pues si al oído de nuestros niños todo le suena a ese, luego no podemos reprocharles que todo lo escriban con ese. Tal vez, si lográsemos reeducarnos para introducir el sonido apropiado de ce, ci, za, zo y zu en nuestro hablar, haciendo que la lengua sobresalga ligeramente a través de los incisivos al tiempo que el aire exhalado de nuestros pulmones la rodea, generaríamos un cambio inmediato con el que conseguiríamos identificar al vuelo la correcta escritura de palabras homófonas como sesión/cesión o sima/cima. Esto le facilitaría la vida a los profesores de lengua castellana, quienes tendrían un obstáculo menos que derrumbar y centrarían así sus esfuerzos pedagógicos en derrotar a otro gran enemigo de nuestro idioma: la ininteligible distinción entre la be y la ve.
No se trata de rechazar nuestra esencia ni, mucho menos, renegar de nuestras raíces. Esa no es mi intención, por favor. Es simplemente una humilde propuesta para que colectivamente rectifiquemos una práctica generalizada que provoca confusiones, y que, de llegar a ajustarse, erradicaría por completo a los “Gonsalo”, los “sapatos”, los “seniseros” y tantas otras palabras que inocentemente se escriben mal porque las reglas ortográficas sobre las cuales fueron construidas se ven irremediablemente aplastadas por el peso de la realidad de la calle. Una realidad gobernada por el seseo, donde los “Gonsalo”, los “sapatos” y los “seniseros” sí existen, y pasan desapercibidos.