Era toda una obra de arte, tan simple como eso. La vi allí, en el pasillo de novedades literarias de Strand, y durante varios segundos quedé embrujado por la contundencia de su mensaje oculto.
Por el frente, sobre el amarillo eléctrico del fondo, imprimieron el contorno a trazos de crayón negro de la sombra de un hombre enjuto y algo jorobado (Claramente, del mismísimo Murakami) que a través de la espesura de su propia oscuridad me miraba con una pálida tristeza. De su pecho, o más exactamente del lugar donde habría de estar su corazón, sobresale un agujero con la forma clásica de una pieza de rompecabezas. Dicha ficha faltante aparece a su izquierda como un ente alienado, como un órgano extirpado, sin saberse muy bien si la han removido de allí a la fuerza o si ha sido retratada en plena fuga voluntaria de las entrañas de nuestro autor.
Hasta aquí la portada de la versión norteamericana de “Hombres Sin Mujeres”, sería una más de las miles que se diseñan al año, pero lo que la hace verdaderamente mágica estaba en la tapa de atrás: El kanji japonés para escribir “mujer” 女 (on’na) era el primer dibujo de una secuencia de cuatro imágenes que mostraba su metamorfosis progresiva hasta convertirse en la pieza de rompecabezas que le faltaba a la sombra del hombre. Es decir, que para ilustrar una colección de cuentos sobre hombres en Japón que han perdido de una u otra forma a las mujeres que amaban, la editorial decidió literalmente arrancarlas de su corazón acudiendo a la simbología del idioma japonés. Brutal, sencillamente, brutal, de las mejores portadas que he visto en la vida.
Hasta el encuentro de aquel día, nunca le había dado tanta importancia a los elementos artísticos que componen una portada, esto seguramente porque para las editoriales de literatura en español, éstas responden más a una diagramación cuadriculada sin mucha cabida para la imaginación, en lugar de ser aquel lienzo en blanco dónde estampar un diseño inmortal. Solo hace falta comparar varios libros de la misma editorial en cualquier librería para comprobar que con una fotografía libre de royalties y el mismo tipo de letra en todas sus portadas, estas compañías suelen resolver rápidamente el problema de cómo vender visualmente sus más recientes lanzamientos.
¿Que un libro no se debe juzgar por su portada? Totalmente cierto, pero que esto no se convierta en la excusa oportuna para subestimar el poder de las portadas para trascender como íconos literarios. Tal fue el caso de la mano titiritera de Neil Fujita en “El Padrino” de 1969, la noche con rostro de mujer de Francis Cugat para “El Gran Gatsby” de 1925, el infernal caballo desbocado de Michael Mitchell para “El Guardián entre el Centeno” de 1951 o el joven con ojo de engranaje bosquejado por David Pelham para “La Naranja Mecánica” de 1972. Todas ellas forman parte de la historia de la literatura y son el elemento diferenciador que invita a pasar de ojear la portada a hojeada el libro.