“En fin, más o menos lo que el libro dice es que Jesús y María Magdalena tuvieron un hijo, y que Da Vinci escondió pistas de esto en sus pinturas” dijo aquella tarde en mi colegio un estudiante de grado avanzado con barba de chivo, cuyo nombre no recuerdo porque nunca lo supe, mientras algunos más jóvenes le escuchábamos con pasmosa atención como si fuera un profeta apocalíptico.
Ese es el primer recuerdo que tengo de Dan Brown y El Código Da Vinci, una declaración explosiva y polémica en plena clase de educación física que corrompía los oídos de un adolescente curioso en un colegio jesuita. Una herejía completa para nosotros, los soldados de la Compañía de Jesús, y al mismo tiempo una incontenible provocación por saber más.
Tiempo después leería el libro y me daría cuenta de que realmente no era para tanto. La obra no es más que un relato de ficción histórica con brochazos artísticos, muy parecido a los miles que abundan en Amazon, que se lee en una sentada y que tal vez no habría sobrevivido al salvaje mercado norteamericano de las novelas conspirativas de no ser por la polvareda que generó. Tres novelas fracasadas fue lo que le tomó a Dan Brown contratar, sin querer, a la mayor agencia de publicidad del mundo: La Iglesia Católica, quien con cada nueva férrea defensa indignada solo lograba vender más ejemplares hasta ubicar a su autor en la lista Forbes de las celebridades con mayores ingresos.
Han pasado 14 años desde entonces y gracias a sus éxitos Ángeles y Demonios, El Símbolo Perdido, Inferno y, más recientemente, Origen, Dan Brown ha logrado consolidarse como ese placer culposo de muchos de nosotros, un narrador de tramas fáciles y lineales que nunca ganará un Nobel, pero al que todos podemos echar mano cuando queramos descansar de las densas letras de Faulkner, Nabokov o Tolstói. Como una tarta de chocolate que se come a escondidas durante la medianoche para hacerle el quite a la dieta y el gimnasio, sus libros son un capricho que por momentos nos permite fantasear que un profesor de simbología religiosa de Harvard pueda salvar el planeta una y otra vez.
Tras leer su última novela, no puedo estar de pie frente al Palacio Real ni mirar de reojo a la Catedral de la Almudena sin imaginarme al Príncipe Julián (No Felipe, tranquilos todos) huyendo por la puerta de atrás con el Arzobispo Valdespino mientras el profesor Robert Langdon esculca el legado de Miró y Gaudí para desvelar un secreto que cambiará, de nuevo, como en todas sus aventuras, el futuro de la humanidad.
Y es que la pretensión de Dan Brown siempre ha sido simple: Hacernos pasar un buen rato que no recordaremos con una clase de arte disfrazada de thriller policiaco y, de paso, como un nada despreciable efecto secundario, desbancar a Paulo Coelho como el autor más fácil de regalar cuando no sabemos qué libro regalarle a alguien, un simple favor por el que estaremos eternamente en deuda con él.