La costumbre de leer

Columnas de Opinión
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Escrito por:

José Vanegas Mejía

José Vanegas Mejía

Columna: Acotaciones de los Viernes

e-mail: jose.vanegasmejia@yahoo.es



El tema de mi artículo de hoy es un complemento del que titulé “La ortografía entra por la vista”, dedicado a la revista “Selecciones” como herramienta para fomentar la lectura. De igual forma, décadas atrás encontrábamos una ayuda eficaz para la adquisición de conocimientos. Nuestro ‘cómplice’ para esa provechosa actividad era “El Tesoro de la Juventud”. A ese libro maravilloso manifiesto mi gratitud con la siguiente reminiscencia.


     Atrás quedaron las tardes aquellas en las que la biblioteca del Liceo Celedón se convertía en refugio silencioso para leer un buen libro. Antes o después de la Educación física podía llegarse a ese recinto aireado apenas por lentos ventiladores para consultar un tema propuesto por alguno de los profesores o para adelantar un poco el dibujo que pudiese merecer una buena nota con el profesor Joaquín Puello. También nos servía la biblioteca para adentrarnos en el mundo de los conocimientos simples, con respuestas a interrogantes como ¿por qué se producen las mareas?; ¿por qué al doblar una hoja de cuaderno siempre se forma una arista completamente recta? Era precisamente esa la sección que más llamaba nuestra atención: “El libro de los por qué”, (escrito así en vez de la forma correcta: porqués). Esta era apenas una parte de El Tesoro de la Juventud. ¡Qué instructiva era esa sección en cada uno de los veinte tomos de esa enciclopedia! Instructiva, sí, pero además sumamente amena; lo suficiente para ’obligar’ al joven lector a volver el día siguiente en busca de nuevos conocimientos. No eran menos importantes otras secciones dentro de El Tesoro de la Juventud: ‘Narraciones interesantes’; ‘Los países y sus costumbres’; ‘Hechos heroicos’ y ‘Cosas que debemos saber’. Con su  mirada amable la bibliotecaria, Alonsina de Sánchez, siempre estaba atenta al desempeño de cada lector. Ella recomendaba alguna lectura a quien llegase allí sin un plan determinado. Por la disciplina no se preocupaba, pues la informalidad del resto del plantel cesaba cuando se ingresaba al largo salón de la biblioteca, en el segundo piso del ala sur.

     El Tesoro de la Juventud cambió de color: de verde oscuro pasó a blanco perla. Tal vez haya tenido otros colores, pero su contenido seguía siendo una invitación al descubrimiento del mundo. Unos cortos diálogos en tres idiomas proponían al lector la introducción a las lenguas inglesa y francesa en la forma más sencilla posible. El Tesoro de la Juventud ilustraba con magníficas láminas tanto los temas científicos como los artísticos. Las míticas leyendas y los numerosos cuentos siempre estaban precedidos de dibujos en blanco y negro, como mandados a hacer para que sirvieran de modelo en las clases de dibujo a lápiz o en carboncillo. Algunos estudiantes arrancaban esas ilustraciones para reproducirlas en sus casas. Ese reprobable proceder, que mutilaba a quien tan bien nos servía, dejó más de un tomo maltrecho con el consiguiente perjuicio para todos. Pero El Tesoro de la Juventud, nuestro sirviente incondicional, seguía esperando en su sitio la oportunidad para encender su mágica lámpara en las mentes juveniles.

     Hoy ya no es posible encontrar al viejo amigo con su nombre original. Rebautizado, hay que buscarlo como “Nuevo Tesoro de la Juventud”, con sus secciones invariables y con la misma disposición de acompañar por el vasto universo del saber a quienes necesiten abrevar en su fresca fuente. De vez en cuando hay que detenerse en el camino para agradecer –con humildad nunca excesiva– a quienes de alguna manera lograron modelarnos y, sin darse cuenta ni esperar recompensa, dejaron huella en nuestra formación académica y aun en nuestra personalidad. El Tesoro de la Juventud se lleva gran parte de mi reconocimiento.