Un domingo cualquiera de 2005 caminamos con Nancy las pocas cuadras que separaban la Avenida Schollmeyer del supermercado con la intención de comprar leche que supiera a leche. Cruzamos frente a la iglesia del Father George, con su icónica imitación de La Pietà, y seguimos de frente por el borde del cementerio hasta Aldi, un agradable lugar con aire acondicionado donde la comida estaba en cajas y cada uno debía llevar su propia bolsa. “Todos los bosnios de St. Louis vienen acá, deberían volverlo embajada”, me dijo mientras echaba unas tortillas pensando que eran lo que yo llamaba “arepas”. En ese entonces era demasiado pequeño para entender que aquella mañana acababa de conocer el D1 de los gringos.
Partamos de un hecho simple: A todos nos gustan los precios bajos. Si tuviéramos ante nosotros dos ofertas de productos exactamente iguales, siempre optaríamos por comprar el más económico. No es una cuestión de tacañería zapatoca sino un sencillo asunto de la lógica aritmética que no distingue estratos ni declaraciones de renta. Curioso resulta, entonces, que esto que parece ser tan obvio a primera vista apenas esté siendo asimilando por nuestro mercado, donde hasta hace no muy poco comprar caro era un símbolo de estatus y una inyección de endorfinas a la autoestima.
Y es allí donde radica lo hermoso de esta revolución de los barato que inconscientemente los supermercados tradicionales iniciaron cuando implementaron sus propias marcas blancas (v.gr. Éxito con Ekono o Jumbo con JBO), sin saber que abrirían la puerta a nuevos competidores como Ara, Justo y Bueno y D1, todos ellos listos para arrebatarles sus lugares de privilegio en el mercado. Que los productos no tengan incluido el costo de una publicidad a ratos ineficiente, sabiendo que el voz a voz es más poderoso que 15 segundos en televisión, es posiblemente la decisión de negocios más equitativa que se ha hecho en nuestro país en los últimos años.
La pelota ahora está del lado de los jugadores de siempre, aquellos negocios que con sus precios elevados y promociones de mentiras se llevaban las quincenas de todos y que hoy ven cómo los consumidores están cambiando su forma de comprar, optando por la practicidad de productos baratos de marcas desconocidas. Porque en honor a la verdad, a todos nos huele el limpiavidrios a lo mismo y difícilmente podríamos distinguir al tacto un jabón de loza genérico a uno protagonista de un comercial del prime time.
Pero la cosa no para ahí, pues poco a poco empiezan a permear modelos iguales en sectores diversos del mercado que están resultando un gran alivio para la compleja realidad económica que atraviesa nuestro país. Hoy Tostao y su tetero de café a $2.500 hacen ver como si el moca de Starbucks a $9.000 lo endulzaran con diamantes, y es justamente ese tipo de contrastes disruptivos el que debe esparcirse a las hamburguesas, las papelerías, los muebles y en general el comercio entero para que al final los verdaderos beneficiados de esta puja inversa seamos todos los consumidores.