El apático y el fanático

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Siempre he criticado la apatía de los facilistas, la falta de criterio para calificar, cuestionar y cambiar los hechos que nos afectan a todos, por fuera de las preocupaciones individuales (sobre todo individualistas). Sí, me parece un acto de egoísmo irracional decidir desentenderse por completo de los asuntos colectivos, como si tales no tocaran directamente a cada singularidad, -o en términos de Aristóteles: como si el aislado fuera un Dios o un bruto-. Los apáticos no tienen que defender nunca una posición, porque no la tienen. Ellos no necesitan emplearse a fondo para ponderar las distintas opciones que se les presentan, porque todas les parecen iguales. Estas personas no sienten la urgencia de los acontecimientos, pues todo les da lo mismo. Curiosa forma de existir: no existir. Decía que he atacado, con dureza incluso, a quienes han decidido no decidir nada en la vida; los he responsabilizado hasta de la prosperidad de los opresores de la sociedad colombiana, que no han encontrado contrapeso histórico para sus fechorías, que han hecho lo que les ha dado la gana porque no ha habido quien se lo impida.

Pero la vida le va enseñando cosas a uno. En los últimos tiempos me ha dado por observar a los otros, a los poseedores de la verdad universal. Pues en Colombia sobran los sabios. Los que, cuando hablan, parecen dictando una encíclica, sentando jurisprudencia, o cantando los versos satánicos. Se trata del fanatismo de los arribistas, que no es mejor que la apatía de los facilistas. Son fanáticos porque no es real su motivación interventora: es reaccionaria. Reaccionan a una realidad personal que creen demasiado poca cosa, y por eso tienen que "demostrar" que son más. Triste destino no tener ninguno. Eso no sería un problema mío, que ya tengo muchos, si no fuera porque considero que este país está envenenado con esos amargaditos ahogados en su sabihondez: desde el tipo que habla por radio todas las mañanas -y se parece a Huevoduro-, hasta los anquilosados jefes de las entidades públicas -que se envanecen de hacer lo mismo todos los días-, pasando por los que aspiran a reemplazar a unos y a otros: gente muchas veces joven en edad que reservó su rebeldía apenas para el consumo de drogas y otros menesteres igual de dignos.

Aclaro que no me contradigo: me parece bien que cada quien tenga una opinión y la diga, así sea estúpida. Ser estúpido es un derecho constitucional fundamental. Yo, por ejemplo, lo ejerzo cada vez que quiero. Me estoy ensañando, en cambio, con la endeblez moral del arribista: el que opina nada más por opinar, por mostrar que sabe algo, lo que sea, que está informado, que es lo que para sí es ser inteligente, que quiere convencerse de que participa de alguna forma en la construcción de la realidad que lo circunda, cuando ello no es así. Si el apático le hace daño al país, porque no hace nada, el fanático arribista duplica el mal, porque perpetúa un estilo de pensamiento acartonado, vicioso, superficial e insincero. Y luego, esos amantes del protagonismo redentor de la miseria existencial propia terminan elegidos en cualquier corporación pública, o hacen de directores de aquello, o de alguna otra forma terminan por influir en la Colombia que hemos conocido. Porque, eso sí, sólo aquí pueden influir. Y todo pasa por una sola razón: no hay más gente. No hay más. El equilibrio que debería haber en los temas públicos se trunca cuando hay quienes se arrogan lo que es de todos, tan sólo para darle sentido a una vida individual insignificante, y cuando los que podrían oponerse no lo hacen porque eso no les interesa. El apático, ciertamente, es el cómplice silencioso. El fanático, a su vez, se deshace por dentro deseando reemplazar algún día al perpetrador de las peores cosas, aunque repita lo contrario. Eso calmaría su delirio de grandeza momentáneamente.



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