Adiós al fulbito

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Aunque al momento de escribir no puedo adivinar el resultado final del partido que la selección colombiana de fútbol habrá jugado el día de ayer contra su equivalente de Rumanía, puede decirse sin imprecisión que la filosofía de juego de los futbolistas nacionales ya es otra a estas alturas, si se compara su comportamiento actual con el de hace unos treinta años. En aquella época pasaron dos cosas fundamentales en el balompié de Colombia: se llegó al epítome de un proceso previo de formación, que hubo de culminar con la definición de un estilo de ser y de jugar que algunos buenos resultados trajo; y, casi simultáneamente, dicho culmen significó también el fin de una forma de ver al quehacer futbolístico, que, vaya paradoja, había llegado a su madurez apenas unos meses antes.

Me refiero, desde luego, a haber ganado la eliminatoria suramericana de 1993 en su grupo, y, menos de un año después, en el verano gringo de 1994, desvalorizarse externamente hasta la pérdida de confianza interna, que no volvería a sentirse sino hasta 1997, y a medias, con una nueva clasificación mundialista. Eran tiempos en los que aún estaba vigente en las cabinas de radio locales aquella vieja dicotomía, tan falaz, acerca de si había que jugar como Brasil de 1982 o como Brasil de 1994, cuestión que el país vecino había resuelto por su cuenta abordando el asunto como si de un pacto político se tratara, y entonces venciendo en el último campeonato orbital con una idea: si se puede jugar bien, se juega bien; y si jugar bien estorba para ganar, se juega para ganar, así se vea feo.

Recuerdo la tensión de los brasileños en ese mundial de 1994, que finalmente se llevaron. La narración del ronco Galvão en el canal Globo, un apasionado odiador de argentinos, ilustró aquello en su fácil portugués, cuando Bebeto les hizo el delicado golazo de la mínima victoria a los yanquis a domicilio, en memorable partido de octavos de final, enredado para los aún tricampeones del mundo: “O jugador brasileiro vai pra cima”. Con ello, el narrador les enrostraba a los amarretes Parreira y Lobo Zagalo que la identidad brazuca era la que acabábamos de ver y no otra: Romario había dejado a medio equipo norteamericano tirado en el piso y luego puesto un pase exquisito para que su socio Bebeto empeinara la pelota, sin maltrato, con calidad, hacia un rincón inatajable. 

Brasil venía de doce años anteriores de desengaño. En 1982, España vio cómo una Italia fría y letal se burlaba de su juego bonito, para después ser campeona; luego en 1986 y 1990, con las variantes de rigor, la historia se repitió. Los brasileños aprendieron la lección con sangre: si había que esperar, se esperaba; si había que reventar a la banda, se reventaba; si había que pegar, se daba con todo… Salvadas las distancias, Colombia había estado siguiendo el mismo camino de aprendizaje, pero 1994 no fue el final del curso, pues todavía se necesitaron varios años más para ver lo que no hace mucho hemos empezado a apreciar en un jugador colombiano más experimentado, menos impresionable (más disciplinado, menos vanidoso): jugar bien no sirve de nada si no se gana; y para ganar hay que, ante todo, evitar que el rival haga goles. Solo así las anotaciones propias valen.



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