Del silencio a la escandola

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Rafael Nieto Loaiza

Rafael Nieto Loaiza

Columna: Opinión

e-mail: rafaelnietoloaiza@yahoo.com

Twitter: @RafaNietoLoaiza


“Si bien es cierto que en el marco de sus competencias existe la de objetar leyes por inconveniencia, nunca antes un jefe de Estado ha objetado una ley de carácter estatutario porque hacerlo seria declarar como inconveniente políticamente un texto que la Corte Constitucional ha declarado ajustado a la Carta Política”, dice el 21 de febrero la “agrupación ciudadana Defendamos la Paz”, conformada por algunos ex funcionarios de Santos, encabezados por Humberto de la Calle, y las Farc.

La afirmación hace un reconocimiento que es fundamental, contiene una falsedad monumental y refleja que los firmantes o son ignorantes o actúan de mala fe.

A diferencia de quienes, sin ningún sustento y en contra de lo que dice la misma Carta Política, han dicho que Duque no tiene esa competencia, al menos la “agrupación ciudadana” reconoce que dentro de las facultades presidenciales está la de objetar proyectos de ley cuando considere que son total o parcialmente inconvenientes para el país. La Constitución regula en los artículos 165, 166 y 167 el papel del Presidente en la formación de las leyes y le da la posibilidad de objetar proyectos de ley por inconstitucionalidad y por inconveniencia, sin distinguir los proyectos sobre los cuales puede ejercer su derecho a objetar. La participación presidencial en la creación de las leyes es parte de la colaboración armónica entre las diferentes ramas del poder público. Y la facultad de objetar es expresión del sistema de frenos y contrapesos, esencial en una democracia.

Pero mienten cuando sostienen que “nunca antes un jefe de Estado ha objetado una ley de carácter estatutario”. En julio de 2014, hace menos de cinco años, Santos objetó el proyecto de estatutaria por considerar que no era conveniente la reelección del Auditor General de la Nación que ahí se planteaba. Ninguno de quienes hoy se quejan por el ejercicio de sus competencias constitucionales alzó la voz entonces. Ahora, en cambio, el ruido es ensordecedor, lo que prueba que el problema no está en el ejercicio mismo de la facultad constitucional sino en el objeto de la misma: la JEP.

Ahora bien, más sorprendente es la escandola de ahora cuando estos mismos firmantes no dijeron ni mu cuando en junio de 2002 Santos, ahí sí sin ningún fundamento normativo y en abierta violación de la Constitución, objetó ya no un proyecto de ley sino un acto legislativo aprobado en el Congreso. En efecto, Santos devolvió al Congreso, “por razones de constitucionalidad, pero también de conveniencia”, la reforma constitucional sobre administración de justicia aprobada entonces en el parlamento. Aquí si es verdad que nunca antes se había objetado una reforma constitucional. Y no había ocurrido porque, por un lado, no hay norma constitucional que faculte al Presidente para hacerlo y, además, porque no tiene sentido jurídico ni político que el poder constituido (Presidente) pueda imponer su voluntad por encima de un poder constituyente (el del Congreso cuando hace una reforma constitucional). Solo algunos alzamos la voz ante semejante arbitrariedad, abiertamente contraria a la Constitución y a la democracia. La inmensa mayoría, dentro de ella los quejosos de ahora, aplaudió como focas.

En cambio ahora alegan que las objeciones por inconveniencia de Duque son como “declarar como inconveniente políticamente un texto que la Corte Constitucional ha declarado ajustado a la Carta Política”. Pues sí, es exactamente así: el Presidente considera que no le conviene al país lo que la Corte entiende conforme a la Constitución. Pero eso ocurre precisamente porque el juicio de inconveniencia” del Presidente es de oportunidad, de provecho, de beneficio. Y el de la Corte es jurídico, de constitucionalidad. O al menos debería serlo. Es perfectamente posible que algo “constitucional” sea, a juicio del Presidente, inconveniente. Y por eso el Presidente puede objetar. En cualquier caso, quien debe tomar la decisión final sobre el provecho social de las normas objetadas ha de ser el Congreso. Así debe ser en una democracia.