París era una fiesta

Editorial
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Hay quienes encuentran en el terrorismo la única manera de hacer política. Sus postulados extremistas y fanatizados en extremo, no encuentran simpatizantes por la vía de los argumentos, pues sus creencias son claramente insensatas.

 

Y, por supuesto, también hallan en el terror la única manera de hacer la guerra (la continuación de la política, como dice Clausewitz), porque solo con ataques sorpresivos e indiscriminados les pueden infringir daño tanto a poderosas potencias militares como a países menos desarrollados que, no obstante, los derrotarían si se tratara de una confrontación abierta.

Los tiempos que vivimos son fértiles para el terrorismo. La polarización política (la guerra fría) terminó con el fracaso del comunismo. De cierta forma se llegó al fin de la historia advertido por Fukuyama, pero pasamos casi de improviso al choque de civilizaciones del que habla Samuel Huntington. Hoy muchos expertos reconocen que el mayor peligro de la humanidad no es el cambio climático sino el radicalismo islámico, pues este a diario incrementa su potencial de hacer daño sin que Occidente logre encontrar un punto de entendimiento entre culturas.

Si bien la masacre del viernes 13 en París se ha constituido en el gran campanazo, la arremetida del yihadismo en los últimos años ha sido brutal, exacerbada por el ascenso del mal llamado Estado Islámico de Irak y el Levante (Siria), más conocido como ISIS, por su sigla en inglés. Es cierto que Al Qaeda ha perpetrado los ataques de mayor resonancia en lo que va del siglo, pero el Estado Islamico viene pegando fuerte con una frecuencia inusitada, y ha hecho tránsito de los lobos solitarios a comandos mejor preparados y acciones bien planeadas.

En enero habían atacado, en París, la redacción de un semanario satírico y un supermercado judío, y en semanas recientes su accionar ha sido demencial: 95 muertos en Turquía; 224 en el avión que explotó sobre el Sinaí; 45 en Beirut; y al menos 140 en la capital francesa. Los heridos se cuentan por centenares y muchos de ellos se sumarán a la cifra de fallecidos. Todo eso a pesar de que este grupo terrorista tiene que atender varios frentes de batalla: contra los kurdos y el ejército iraquí, en Irak, en tanto que en Siria se enfrenta a las tropas de Al Assad y a algunas fuerzas civiles que tratan de derrocar al dictador.

Paradójicamente, la principal víctima del Estado Islámico, y del yihadismo en general, ha sido la población de las regiones que están bajo su dominio, en unos casos por tratarse de cristianos, que han sido masacrados sin piedad, y en la mayoría de los casos por no comulgar con su extremismo. La guerra en Siria ha derivado en una oleada de refugiados hacia Europa sin precedentes en medio siglo, que tiene características de invasión, lo que a la larga les sirve a los terroristas y, en el corto plazo, tiende a exacerbar en el viejo continente unos ánimos que ya estaban caldeados.

Al Estado Islámico le sirve esa oleada de refugiados hacia Europa porque su propósito es el de instaurar un califato desde Irak y Siria hasta sus antiguos dominios de Al Andalus, o sea de España, de donde fueron expulsados en 1492, tras 800 años de permanencia. Eso implica la pretensión de adueñarse de toda Europa, lo cual, en realidad, es lo que han venido haciendo en los últimos 30 años ya que a diferencia de los migrantes de otras culturas, que se adaptan a su nuevo entorno y se convierten en un motor de progreso y desarrollo, los musulmanes mantienen sus costumbres y pretenden que las sociedades a las que llegan sean las que se adapten a su estilo de vida.

La baja natalidad de los europeos y el pretendido multiculturalismo de sus países serán su perdición. Para mediados de siglo, países como Inglaterra, Francia, Alemania y Suecia serán mayoritariamente musulmanes y el Estado Islámico habrá ganado la guerra aunque pierda muchas batallas. Por eso, Occidente tendrá que decidir pronto si va a permitir que el racionalismo liberal sea arrasado a punta de kalashnikov o si es el oscurantismo yihadista el que debe pasar a la historia. París era una fiesta (Hemingway) y bien vale una misa (Enrique IV) para que vuelva a serlo. En ese combate va el futuro de todos.



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