¿Quién limpia los faros flotantes de la Bahía de Santa Marta?

Los faros flotantes de la Bahía de Santa Marta.

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Una de las gestas que quise hacer cuando tenía 17 años, como buen visitante diario que era de la bahía de Santa Marta, fue ir algún día a uno de los faros flotantes que existen frente a la bahía de la ciudad y los cuales sirven de guía a los barcos que arriban al Puerto.

 Esa idea fija me venía cada vez que iba a la bahía y a la cual, como dije, la visitaba todos los días desde bien temprano.

Una tarde, después de permanecer en la playa desde las 10:00 de la mañana sin hacer nada nuevo, pues siempre jugábamos fútbol o nos zambullíamos al mar de distintas maneras, con dos amigos decidimos cumplir esa hazaña, para lo cual sopesamos varias alternativas y la que más nos gustó y que al final acordamos poner en práctica, fue la de no hacerlo sólo a brazadas sino también acompañados de un neumático semi inflado, para tener dónde descansar durante la extenuante travesía de unos dos mil metros sobre la superficie de aquel océano nada pacífico.

Piky y Putur, así llamaba a mis dos amigos, nadarían primero a puro brazo y yo los acompañaría sobre el neumático y cuando se cansaran, se agarraban del flotador y yo volvía al agua a seguir nadando. De esa manera lo hicimos, turnándonos innumerables de veces y durante más de dos horas hasta que por fin llegamos al bendito faro, el cual no encontramos tan esplendoroso como siempre se había visto desde la playa.

Tenía tanto guano (excremento de ave) que no se le veía la pintura al tanque que servía de flotador y base del faro. Además, el hedor era repugnante. Razón por la cual nuestra permanencia en aquel solitario y tedioso faro, el cual sin duda es el cagadero de cuantas aves marinas surca por la bahía de Santa Marta, no duró mucho, apenas el tiempo suficiente para descansar y volver a reponer nuestras fuerzas y emprender así el viaje de regreso, el más temido.

Volver a la bahía samaria fue más atemorizante, porque no sabíamos a qué playa de esa extensa rada íbamos a arribar, ya que la corriente marina por debajo y el viento sobre la superficie, se encargarían de llevarnos hacia un sitio incierto.

Sin embargo, volvimos a analizar la situación antes de arrojarnos a semejante odisea y acordamos nadar con dirección al puerto, es decir hacia el norte, porque el viento en esos momentos estaba soplando de norte a sur, de modo que si ambas corrientes, la del aire y marina, influían en nuestro curso, como iba a suceder, calculamos que nuestro arribo sería a la playa de donde habíamos partido dos horas y media antes.

Los viajes de regreso, sin duda, son los más horrorosos, nada comparables con los de ida, pues mientras que con los primeros prevalece la subexistencia, con los segundos aflora la curiosidad, las ganas de descubrir algo nuevo, ansiedad que hace olvidar la preocupación de sobrevivir o de pensar que puede pasarle algo malo a uno, lo que surge en cambio cuando uno vuelve de conseguir algo, acompañado siempre del interrogante: ¿Y cómo cárajo lo hice?

No obstante, además de recordar ese hecho heróico y personal, ocurrido hace ya 38 años, no puedo decir lo mismo con relación a la situación sanitaria y ambiental del pobre faro, del que no tengo en la memoria que lo hayan ido a limpiar o quitarle la caca avícola que lleva impregnada por ese tiempo y creo que desde que lo pusieron ahí, hace más de medio siglo.



Escrito por:
Alvaro Cotes Córdoba
Autor: Alvaro Cotes Córdoba
Periodista – Bloguero de EL INFORMADOR



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