Tomémonos un tinto

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



A veces me pasa que, descuidadamente, pido “un café” en alguna panadería de Bogotá y me traen de buena fe un café con leche estándar (también “perico” o “pintado”), cuando lo que he querido es tomarme solo un café negro (¿el mismo americano?). Supongo que es mi culpa por no hablar como es debido y no pedir derechamente un “tinto”, de modo que agradecido recibo el cortadito del error. Para tenerlo claro, sin embargo, quise saber por qué con espontaneidad se le dice en Colombia, y no solo en la capital, tinto al café negro. Encontré dos teorías, una instantánea y otra destilada al vapor; como pasa con el aroma cafetero, a lo mejor la segunda es más profunda y deleitable, pues debe tenerse en cuenta que no hablamos de una bebida inane, que carezca de entidad económica.

La primera idea, no confirmada, nace de una comparación que a menudo se ha expuesto respecto del color del café negro con el del vino tinto. Entonces, me imagino que fue una analogía fácil asumir que los colombianos tomamos café, solo o acompañado de una merienda, como vino consumirán los españoles o portugueses, o en otra época los argentinos y chilenos, con determinadas comidas. Esta, evidentemente, no es una equivalencia precisa, más allá de la asimilación cromática efectuada, por cuanto en el país no es frecuente maridar a la fuerza el almuerzo o la cena con tinto; y, sobre todo, porque es sabido que beber vino, rojo, blanco o rosado, para las personas que acostumbran combinar un regusto a alcohol con los alimentos, tiene un significado cultural que nos es ajeno.

La otra noción que circula sobre el tema, tampoco verificada, y de hecho bastante polémica, es la de los que aseguran que, durante los años setenta del siglo pasado, cuando la bonanza cafetera de turno, con sus elevados precios internacionales del grano, supuestamente no pocos industriales y comerciantes cafetaleros le jugaron sucio al país. Presuntamente, hubo quienes “tinturaron” con diversas materias orgánicas saborizantes el café que, más barato, fue importado para consumo interno, en reemplazo del nacional, de superior calidad, destinado para el dólar. Esto querría decir que antes de los setenta no se le llamaba “tinto” al café, cosa que desconozco; así, debería poderse desmentir o corroborar dicha especie a través de una fuente historiográfica, pero tales no abundan.

Sea cual fuere el origen de la palabra tinto para designar al bendito café, a los colombianos nos terminó pasando lo mismo que a tantos países ya les había ocurrido con bebidas, espirituosas, minerales, estimulantes, frías o calientes: asociar el momento de su ingesta con una emoción positiva; lo que además es, con los límites que impone la cafeína, algo socialmente aceptado. Especialmente, aquello es así porque, a diferencia de otras gentes, que suelen beberlo de golpe o en somnolienta soledad, aquí se habla de “tomarnos un tinto” para invitar a alguien a conversar simplemente: el tinto es la excusa, lo importante es hablar para fortalecer una amistad mediante la charla vacía, entender un asunto enredado o incluso deponer las armas de un conflicto. ¿Por qué? Tal vez porque el amargor del café recién preparado podría ser un descubridor cordial de la realidad.



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