Baile de máscaras

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El caso de la ilustradora que falseó su participación en una película japonesa de anime, y que lo hizo a lo grande, mintiendo a tutiplén aquí y allá, además mediando extraña explicación minuciosa de sus inexistentes aportes al filme, no debería sorprender a nadie. En Colombia, ya se han presentado casos peores, por ejemplo, de personalidades políticas en el falseo de credenciales y logros académicos: el que esgrimía como arma arrojadiza una supuesta maestría que en realidad nunca obtuvo porque jamás entregó la tesis requerida; el que escribió en su hoja de vida que había cursado un doctorado y ni siquiera terminó la etapa de materias; los que, a pesar de ostentar los respectivos títulos universitarios de posgrado, nunca pensaron una sola palabra de sus trabajos de grado, etc.

Pero no quiero hablar de la responsabilidad social de los políticos colombianos (?), que es tema aburridor; en cambio, sí que valdría la pena echar un vistazo a ese fenómeno tan propio de nuestra época, que, por lo demás, le permitió a la mencionada dibujante expandir sus dichos de delirio hasta el mismo Japón burlado: los expertos de Internet. Pues encuentra uno en cualquier rincón de la red videos cortos de informaciones exhaustivas acerca de prácticamente todos los ámbitos de la vida, desde la salud mental o financiera hasta novísimos hallazgos historiográficos, las más de las veces sin el control de veracidad previo que, hace tiempo, solía acompañar a la limitada difusión de la palabra escrita. ¿Quién sería el responsable si uno de esos consejos de salud gratuitos sale mal?

Cuando al Internet le urgió masificarse se vendió como “la autopista de la información”, o algo así, haciendo referencia explícita a la rapidez con que los datos viajarían de ahí en más, por todo el orbe, de computador a computador, situación a la que le era añadida el adjetivo “democrática” cada tanto. Hoy, que no falta quien tenga un avanzadísimo ordenador en el bolsillo, con el que podría viajar a casi cualquier recóndito lugar del conocimiento bibliográfico, la paradoja está en que, para no hartarse leyendo, muchos suelen preferir el videíto de un personaje que se ha tomado la libertad de aprender aquello que el espectador puede desear saber. El Internet de hoy semeja más a un andén citadino en el que toca discernir por cuenta propia lo real de lo ficticio, que a aquella autopista de alta velocidad de hace treinta años que maravillaba, en parte porque lo allí visto se presumía auténtico.

Desde luego, un Internet que da más opciones, buenas y malas, es siempre ventajoso: hace poco busqué comprar un libro de una disciplina jurídica internacional, aterrizada en Colombia, y solo encontré el de un autor en los catálogos en línea. Sin embargo, no me parecieron coherentes las traducciones de sus diplomas y decidí investigarlo en Google todo lo que pudiera, hasta que entendí que ni los títulos, ni las universidades, ni las fechas de sus supuestos estudios cuadraban; y, después, al revisar apartes del retórico libraco, confirmé que por poco no gasté plata leyendo a un farsante. Por eso, da igual una ilustradora mentirosa más o una menos; lo que sí asquea es que las hordas de alérgicos al tedio que primero la ensalzaron, después hayan querido beber de su sangre.



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