Días en silencio

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Si bien, en determinadas circunstancias, el ruido de las multitudes puede ser inevitable, el sosiego interior debe poder imponerse al fin, como lo hace esta noche que sigue al día que acabó. Serenidad que no es lobreguez, por cuanto ni el estado de reposo es presupuesto de ningún terror nocturno, ni las voces altas son ineludiblemente equiparables a la alegría próxima. Algún día tendría que terminar aquella confusión idiosincrática, origen de no pocos sinsabores, según la cual estamos condenados en esta parte del mundo a vivir extáticos de satisfacción so pena de incurrir en la comisión del delito de aburrimiento, propio y ajeno. A lo mejor trocando parte de esa gracia natural por más solidez estructural se podrían conseguir mejores objetivos de largo plazo, y no quedarse en su anuncio.

Mientras escribo, el tenue rumor del océano acaricia el teclado que me niego a soltar. Aprovecho para pensar en el año ido como si de un día entero se tratara, y, entonces, en lugar de celebrar la llegada del 31 de diciembre, más bien correspondiera irse a dormir temprano para así empezar la mañana siguiente con la cabeza en su lugar. Una visión pesimista, dirían algunos, acorde con una temporada política que no está para festejos; mientras yo apenas creo que, con cualquier Gobierno, siempre es realista no olvidar el posible eterno retorno inmerso en el acto de reemplazar un calendario desactualizado por otro recién desempacado. Por lo demás, el eterno retorno (afirmarían filósofos del tiempo pertenecientes a distintas épocas) no es precisamente una teoría festiva.

En Cien años de soledad, que es obra literaria y no filosófica, y que, sobre todo, es más arte que ciencia, Gabriel García Márquez se atreve a jugar con esa posibilidad entre nosotros: todo da vueltas en círculos, todo vuelve. Al cabo de esa historia ficticia pero viva, se podría concluir que nada de lo que en ella pasó era evitable, así como tampoco fatídico; que ningún suceso allí narrado tiene la más mínima importancia, y, sin embargo, tenía que pasar; que lo que acababa y volvía formaba una especie de bucle que se dirigía simultáneamente hacia el vacío y el infinito. ¿Es acaso rescatable de este eterno enredo que el materialismo filosófico, del que se desprenden los demás, no podría existir sin haber agotado los recovecos de indefinición propios del idealismo ese tan etéreo y sin sentido?

Ver el tránsito de los días, o ya el de los años, como una vetusta máquina de movimiento perpetuo de la que no se tiene control, puede ser tan vicioso como valerse de los primeros momentos del nuevo año para alimentar recelos contra su tranquilidad inherente, fruto del cansancio acumulado, la frustración o la nostalgia. Y, de la misma manera en que sería errado buscar desesperadamente al bullicio como un sucedáneo bruto del equilibrio, nadie debería caer presa de la idea de la uniformidad del tiempo pasado, presente y futuro, porque la experiencia enseña sobradamente la validación de su opuesto. Una vez identificados y pesados, los hechos siempre podrán contrarrestar el caos especulativo de la mente humana; aunque, para ello, en ocasiones primero deba desgastarse el filo de las ideas que van y vienen, en un vaivén abarcable, pero que no son la realidad necesaria.



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