Corrientes del Cono Sur

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



En Argentina, ha cobrado relevancia un viejo falso dilema, producto de la enérgica llegada al Gobierno de Javier Milei en medio de la intolerancia atizada durante décadas por, entre varios factores, el violento feminismo de aquel país. Así, cuando la muy agradable de ver y oír vicepresidenta argentina, Victoria Villarruel, prestó el juramento de rigor, al recitar la fórmula dijo fuerte y claro “vicepresidente de la Nación”, lo opuesto al uso machacón de “vicepresidenta” con que solía regodearse en su negra liturgia de la palabra en el Senado la no tan delectable a la vista Cristina Fernández, que ahora es “exvicepresidenta”. Es sabido que, en realidad, no debería haber discusión: desde hace mucho tiempo, y no por presiones de politiqueros, se admiten en español los femeninos de todos los oficios, trabajos, rangos, jerarquías, etc.; también “presidenta” o subsecuentes.

Eso sí, aunque se prefiere el femenino, no pasa nada si a una mujer que ocupa una presidencia se le dice “presidente”; en ese caso, y equivalentes, algunas de las interesadas parecen incluso incentivar tal generalización respecto de su propio cargo. Mientras Argentina se debate entre estas tensiones, y su moneda es devaluada duramente para favorecer las exportaciones y reactivar la economía, en Chile, a partir de dos negativas consecutivas a modificar la Constitución Política de 1980, esta se reposiciona a lo carta de derechos centrista, tal y como Augusto Pinochet lo implicó hace cuarenta y tres años en su llamado a ratificación plebiscitaria, al afirmar que el texto decretado estaba “[…] fundado en la libertad personal en todos sus ámbitos, en la propiedad privada de los medios de producción y en la iniciativa económica particular dentro de un estado subsidiario. […]”.

Uruguay, desde hace tres años, y Paraguay, ya en 2023, se han hecho otros de los países del sur del subcontinente suramericano que repugnan la ruta facilista y empobrecedora de los subsidios infinitos, la estatización, el “decrecimiento” y la quejadera a modo de filosofía de vida. En el caso de Brasil, que eligió en 2022 y por tercera vez a Lula da Silva, con unas votaciones que, de lo reñidas, casi devienen nueva dictadura, el pernambucano se ha asegurado de tener a los militares quietos valiéndose del gasto armamentista (a la vez que reclama ser el líder del llamado sur global); por supuesto, querría poder actuar igual con sus contrarios de la Región Sur brasileña, que poco tienen ver con los nordestinos, por ejemplo, y que más se reconocen en los porteños y montevideanos.

Parece que, siempre que el conservadurismo político sea serio, es decir, que proyecte gobiernos bien tejidos de moderación, estos pueblos van a asentir electoralmente frente a su ambición liberal en lo económico. Quizá eso explica que Gustavo Petro llegara al poder: la derecha colombiana se enamoró de sí misma, se desconectó de lo real y no se cultivó. Es cierto que no hay Petro sin Juan Manuel Santos; pero, especialmente, tampoco habría habido un Petro presidente sin Iván Duque. Hoy, en Colombia, es vital reencontrar el mismo equilibrio frágil pero sostenible al que las naciones latinoamericanas han aspirado a lo largo de su historia para procesar al alimón sus contradicciones.



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