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Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



La historia es conocida, pero se revalida a diario en Colombia: una llamada telefónica, una voz urgida, imperativa y al tiempo clemente, como la de quien hace un favor difícil y se esfuerza por darse a entender pese al desconcierto que recibe: se trata de un recado apocalíptico y farragoso… Al otro lado, el receptor en esa dudosa comunicación no tiene tiempo de decir gran cosa: su hijo, su sobrino, su esposo, esposa, el patrón de la casa, un ser querido -y aquí le leen el nombre completo y la cédula de ciudadanía- está genéricamente preso (es decir, retenido, detenido, procesado, o ya condenado -en lo que sería una suerte de juicio súper exprés-) y su situación va empeorando conforme el paso de los minutos es crucial en estas cosas, como se sabe.

Las instrucciones son muy simples, y, de cumplir con ellas al pie de la letra, y rápido, sobre todo rápido, las resultas-la libertad del preso- serán satisfactorias a no dudar: debe entregarse a la persona que hará el gran favor de ir a buscarlo a la casa, un dinero, un terciopelo lleno de joyas, algo de buen valor que sirva para pagar el rescate no denunciable del caído en desgracia al que hay que auxiliar.

Pero, cuidado: si se quiere asegurar el éxito de la operación, que no es muy legal que digamos -valga recordar-, no hay que preguntar nada a nadie, ni contarlo, ni inquirir por su nombre al bien intencionado mensajero, ni demorarse -¡esto es ahora o nunca!-, porque, de lo contrario, todo el acto de buena voluntad se caerá, y las consecuencias para el que está teniendo un mal día quién sabe dónde y con quiénes, serán algo así como fatales, dice, tan seguro, ese que hace la desinteresada merced, sin apenas afirmarlo directamente, y como prenunciando la responsabilidad del que escucha respecto de aquello que pudiere pasar si no obedece.

De la anterior descripción de los hurtos cometidos últimamente (porque de hurtos a través de engaños hablo, obviamente) se desprenden dos conclusiones socio-jurídicas, por decir lo menos.

La primera es la que suena a más lógica, si no nos mentimos: parece ser mínima la confianza popular en las fuerzas del orden, en particular en la policía judicial del país, y por ello es dable que se considere que lo peor que le puede pasar a alguien es estar metido en algún problema que tenga que ver con tales. Debido a esto, para algunas personas, resulta eventualmente aceptable promover, ya el cohecho, ya la concusión, o sea, el soborno -o su intento- a funcionario público.

No obstante, en segundo lugar está la que podría tenerse como la causa y a la vez efecto de la anterior posibilidad, y que sería, en muchos sentidos, bastante peor: si una persona se muestra dispuesta a fomentar la corrupción para librar de la acción penal a un allegado es porque una de dos cosas puede ser: o asume que, ciertamente, no tiene nada de raro que su protegido haya cometido un delito, y por ello se apresta a "salvarlo"; o, de otra parte, más allá de la verdad de los hechos, lo único que le importa es pagar para que aquel no siga preso. Vaya panorama.

Todo parece indicar que el que se dedica a las actividades criminales en este país lo hace con la seguridad del que lo ha estudiado: sabe de su lado pasivo, que ha determinado en parte la debilidad del aparato jurisdiccional; y además entiende la faceta facilista de nuestra sociedad, que no hesita cuando "necesita" delinquir. Así, si tenemos una justicia mala, tal vez sea porque nos la merecemos; y si nos roban por querer burlar a esa autoridad inoperante, yo diría que también.