Economía de la vida real

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



Es cautivante leer las opiniones de los eruditos, con las excepciones de la densidad mazacotuda de algunos. Fascina conocer las diferentes ópticas de un asunto, ya sea que genere titulares de prensa, trasnoche al país político o azote al ciudadano del común. Pero lo verdaderamente interesante es formarse un concepto a partir de varias fuentes, cualesquiera sean sus líneas de pensamiento.

"Teme al hombre de un sólo libro", ("hominem unius libri timeo"), decía Tomás de Aquino refiriéndose a quienes viven con el horizonte intelectual limitado como la caverna de Sócrates. Cada semana leo a importantes economistas (aun cuando el tema es tan claro para mí como el ruso traducido al mandarín) por aquello de estar informado; por querer y creer saber cómo se orientan las políticas de los gobiernos; por intentar dilucidar el porqué las monedas de los países son tan disímiles entre sí; o por comprender por qué en los países desarrollados hay que pagar muy bien para mantener la economía, y por qué en estos países toca retribuir miserablemente para lograr lo mismo.

Créanme: muchas veces no lo logro. Manejan un lenguaje esotérico que rememora a la carta astral: cada uno ve las cosas con lente distinto y, claro, diagnostica y pronostica de igual manera. Terco que es uno, y sigue como cerril acémila intentando descifrarlos.

En su columna del pasado lunes, Salomón Kalmanowitz, con un lenguaje llano y fácil de entender para los profanos mortales como yo, toca un tema sugestivo: el efecto de la guerra interna (o, como la denominen; poco importa el apodo) sobre el crecimiento económico; un análisis interesante en el cual menciona juiciosos trabajos de investigadores que buscan medir objetivamente las pérdidas monetarias del país. Confronta las gestas de los gobiernos desde Samper hasta Santos y su impacto en las finanzas, comenta acerca de la economía mundial en cada período, y menciona otras variables cómo la calidad de las instituciones, el efecto de la corrupción y la lucha armada, etc.

Kalmanowitz llega a puntos más terrenales, como el gasto improductivo, 6% del PIB, que se va en pólvora y otros gastos que no hacen aportes reales a la economía; el drama del reclutamiento de jóvenes y niños por parte de todos los actores armados, gobierno incluido; destrucción de infraestructura, fuga de capitales (económico e intelectual) que deberían estar al servicio de la nación, el narcotráfico y otras cuantas plagas egipcias.

Advirtiendo de la lucidez del columnista, desde mi escaso conocimiento del tema y con la visión del ciudadano de a pie que sufre las consecuencias de una guerra que no pidió, observo otros dramas personales, familiares y sociales que no sé si los fríos números tienen en cuenta.

Entre los primeros se puede contar la discapacidad física y mental como consecuencia directa de heridas de guerra o trauma sicológico, que repercute directamente en la productividad del país. Una persona que empieza formándose para la guerra deja de ser útil para la producción; quien es víctima no mortal, debe ser sostenido por el Estado, que muchas veces lo abandona a su suerte, alargando las filas de indigentes, drogadictos y hasta delincuentes.

Las familias deben poner tiempo y dinero para ayudar a éstas personas a sobrellevar su tragedia, limitando muchas veces el rendimiento laboral y afectando el entorno de todos. La sociedad, a su vez, debe disponer recursos para la atención de estas personas y hasta pagar pensiones prematuras a quienes debieron, por el contrario, hacer parte del aparato productivo. Y esto, sin contar, las repercusiones en la educación (menos recursos para sostener la guerra y gente menos competitiva, por ejemplo), en salud (mayor utilización de dineros de la sanidad en patologías de mayor gravedad) y otros frentes.

En una sociedad anclada mentalmente en época precolombinas, aun retumba en el oído de muchas personas el binomio Iglesia- Estado y "ciertos pecados" castigados por la ley penal (la homosexualidad, por ejemplo); los tribunos incitando a la violencia por diferencias político-religiosas y el cerrado Frente Nacional; el obstáculo legal y social a la educación femenina y a su participación en la vida pública, y otras cuantas situaciones que desaparecieron de las leyes, más no de la mente cavernaria de quienes se resisten a la evolución social. Idiotizan a la nación con realities y telebobelas mientras retroceden el péndulo de nuestra verdad hacia las brumas del pasado.

¿Cómo no ha de existir guerra con tales mentalidades que propenden, a las "buenas" y a las malas, por privilegios para unos pocos en detrimento de toda una nación? No sé si la economía pueda medir esos problemas, pero cuando las naciones se sacuden del moho cavernario, los indicadores que preocupan a los economistas y pueden cuantificarse, demuestran mayor equidad y justicia social. Colombia, de cambiar su rumbo hacia horizontes más equitativos, ya no competiría con Haití o Etiopía por el primer lugar en el coeficiente Gini. Y esto nos compete a todos.