¡Se equivoca, mi General!

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Escrito por:

Alonso Amador

Alonso Amador

Columna: Opinión

e-mail: alonsoamador26@gmail.com


No puede catalogarse de menos que fascista y agresora de nuestra Constitución la doctrina policial que cree que “los policías no necesitamos que alguien nos ordene para hacer uso de las armas”. Es peligroso que desde los altos mandos se difunda a los oficiales de la Policía Nacional la creencia de que están autorizados para dispararle a cualquier ciudadano sin control.

Gracias a este mensaje del general Hoover Penilla, podemos entender por qué los agentes de policías (incluyendo los de Tránsito) salen a las calles con ínfulas de superioridad sobre los ciudadanos, creyendo que porque son policías pueden excederse en el uso de la fuerza y de las armas para amedrentar, lesionar, torturar, o asesinar a los ciudadanos en operativos que inician con una simple solicitud de cédula a un ciudadano hasta terminar en un homicidio.

¡Se equivoca, mi General! Tanto la autoridad que ostentan los organismos armados del Estado, como la facultad para hacer uso de la fuerza y de las armas de la Nación son poderes que nosotros, los ciudadanos, aceptamos darles bajo una condición: proteger la vida de todos los ciudadanos.

No es una condición menor, es un acuerdo de rango constitucional y que se expresa en el artículo 2 de nuestra Carta Política así: “Las autoridades de la República están instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en su vida”.
De modo que decir que los policías no tienen quién les ordene el uso de las armas es un flagrante golpe de Estado a nuestra Constitución, pues es claro que el uso de la fuerza y de las armas de la Nación se ciñe a la protección de la vida de los residentes en Colombia.

Por eso es peligroso que desde el generalato de la Policía se promueva una filosofía de violación de la Constitución, pues, en virtud del pacto constitucional, cuando un policía con sus excesos amenaza la integridad o la vida de un ciudadano solo por saciar sus ansias de superioridad violenta, no solo incumple la obligación de protegerlo, sino que legitima constitucionalmente a la víctima, el ciudadano, para defenderse y proteger su propia vida con los medios que sean necesarios.

Pero no solo la víctima de los excesos policiales está facultada para proteger su vida. El artículo 95 constitucional obliga a todos los ciudadanos a “obrar conforme al principio de solidaridad social, respondiendo con acciones humanitarias ante situaciones que pongan en peligro la vida o la salud de las personas”.

Quiere decir, mi General, que en el caso del asesinato del abogado Ordóñez, todo ciudadano estaba no solo autorizado por la Constitución, sino obligado a socorrer y proteger la vida del abogado con las acciones que fueran necesarias para detener la tiranía policial que promueve su mensaje.

Tampoco olvide que “la soberanía reside exclusivamente en el pueblo, del cual emana el poder público”, artículo 3 constitucional. Así que diluyan sus ánimos de superioridad sobre los ciudadanos, porque la Policía Nacional y todos los cuerpos armados del Estado se deben a los ciudadanos, no al revés.

Urge un cambio en la filosofía de la Policía Nacional para que sus miembros entiendan que están para cumplir la Constitución y proteger la vida y los derechos de los ciudadanos; amedrentar, torturar, o asesinar ciudadanos en legalidad le extingue a la Policía su autoridad, su honor, y el fuero constitucional para portar las armas de la República. Un policía debe ser una persona honorable y protectora de los ciudadanos, no un funcionario nivelado a criminales que amenaza la salud y la vida de los ciudadanos.