Cura de espantos

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Hace cosa de un mes y medio cambié de apartamento. Ahora vivo en una colina a cuya cúspide suelo llegar acezante, sudoroso y maldiciendo, con el corazón aderechado a punto de salírseme por los oídos, debido al cigarrillo será, o ya porque últimamente no hago ejercicio sino con el pulgar del celular. La altura de la capital no ayuda, es cierto, y el afán que me hace caminar con furia aun en tiempos de paz lo empeora todo. Parece que no puedo pasear, como la gente normal. Mi casa queda al lado de los Cerros Orientales; en uno de los límites invisibles de la conurbación, diríase, si no fuera porque estoy cerca de casi todo lo que me interesa de esta ciudad. Y si no fuera porque, más allá de la Circunvalar, es decir, más allá de los límites aceptables, hay todavía ciudadanos colombianos que viven apretujados entre sí, ahí están sus casas, aunque haya quienes aparenten no poder verlos, o existan fracasados que vayan a buscar en sus niñas de siete años una abominable diversión.


Tal vez por aquí hace un par de centígrados menos que en el altiplano de allá abajo, sobre todo en las mañanas, o ya en las noches lluviosas y de tinieblas solitarias, en las que el viento sacude los vidrios como en las películas de terror cursi, de esas que ni a las quinceañeras actuales asustan. El hecho es que el sábado por la noche me dormí algo tarde, y solo, y no tuve tiempo de pensar en miedos a nada que no sea a andar con los zapatos mojados de aguas lluvias, o a quemarme con la nueva estufa que disfruto cada mañana, cuando me preparo el desayuno a la carrera. Me dormí tarde, en parte porque no tenía planes de despertarme muy temprano en domingo. Sin embargo, fui llamado por un tenebroso asunto que excedió toda mi posible comprensión racional a la hora en cuestión, más allá de que por ahí queden flotando algunas explicaciones adyacentes.

A no ser que a alguna mujer le haya dado por asomarse a su fría ventana a las cuatro de la mañana, y entonces llorar con el alma mediante gemidos de ultratumba, solo para molestarme, me temo que interrumpió mi justo sueño algún ser de cierta dimensión desconocida. Se trataba, ese despropósito feminista, de un lamento profundo y pronunciado, un sonido cinematográfico, espectral, que no pude haber soñado, pues mi estado de duermevela está más bien saturado de percepción realista. Pude hasta contar los segundos de duración de los gritos: las tres o cuatro veces que los oí sucederse me dieron tiempo suficiente de reconocer que los temores de mi infancia habían vuelto.

Ya en la mañana oficial bajé a hablar con el vigilante que me cae bien. Le pregunté por cosas relacionadas, sin confesar lo de la madrugada. Lo fui llevando por caminos de confianza, hasta que terminó por contarme la verdad que sabía. En siete años no había visto ni oído nada raro, pero no igual les había pasado a otros celadores ni residentes. Para qué entrar en detalles, implicó.  El viejo edificio, con la falda de la cordillera de los Andes de un lado, y el vacío que lo separa de una cerrada hilera de construcciones similares, del otro, me pareció condenado a estorbar entre esta y esa vida: así comprendí que no hay por qué temer a los fantasmas: acaso a su recuerdo. Y subí a dormir.