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Eran otros los que pescaban

Columnas de Opinión
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Cuando la puerta del cobertizo, pintado de color rojo muerto, estaba sin candado, entrábamos sin problema alguno. Ahí estaba "La Diva", un yate grande, de lujo, aviado para surcar las olas en faenas de pesca de arrastre.

Desde la ronda interior del cobertizo se apreciaba un mar sereno con una transparencia de cristal que permitía ver el fondo. Los peces con piyamas rayadas de amarillo, negro y blanco se movían uno detrás del otro como en un desfile de carnaval, de pronto aparecían los colorados, ariscos y de movimientos bruscos e inesperados, como bailarines de un ballet ruso, o la serenidad solemne de un pez lora, teñido de verdes azulosos y amarillos diluidos, con cara de contrariedad, o la majestuosidad solitaria de un pez sapo como un capuchino resignado, y una que otra estrella de mar extraviada de sus profundidades.

El barrio Ancón estaba allá, del otro lado de la carretera, pegado a las Abras de Santa Ana. Allí estaban las casas donde vivían algunos compañeros de colegio: los Deluque, los Ponzón, los Chacín. También la Virgen del Carmen, en casa de los Arango en espera del próximo 17 de julio para otra procesión en lancha hasta la bahía. Celebración que ha continuado a cargo de los ex-trabajadores portuarios después de desaparecer este pintoresco barrio, en la consolidación de nuestra "indeclinable vocación turística".

Estaban, también, los restaurantes Subi, Franca y Pargo rojo, que nunca visité, pero sí oí decir que en alguno se esos concluían, con una posta de sierra, un pargo frito o una cazuela de mariscos, muchos de los temas de las tertulias iniciadas en el almacén Iris.

Nosotros estábamos acá, en el muelle de cabotaje, el romántico muellecito de madera, donde pasábamos horas esperando el favor de un caritativo pez que picara, pero todos, como en común acuerdo, despreciaban la apetitosa carnada que les ofrecíamos y continuaban nadando, indiferentes, moviendo sus colas en un acto de provocación burlesca. Debíamos, entonces, resignarnos con ver cómo otros, desde otros lugares, jalaban uno tras otro los esquivos peces.

Cuando la luz solar empezaba a tornarse amarilla, sabíamos que era hora de regresar.

En una ocasión, cuando veníamos de regreso, al entrar en el muelle bananero (todavía usaban las viejas bandas transportadoras negras de empujar a pulso: las poleas), vimos una aglomeración de curiosos. Nos acercamos y allí estaba el señor Roberto Salas, un ebanista que vivió mucho tiempo en la calle de la Cruz entre 5ª y 6ª, a quien daba por muerto hasta hace unos días que lo encontré en la calle caminando vigoroso y hasta rejuvenecido, tenía al lado, en el piso, un mero de más de metro y medio de largo y anchote, con caracoles y algas adheridas a la piel de color pardo rojizo, que azotaba la cola contra el pavimento, y abría y cerraba la bocota en un desespero final. Lo había capturado desde ahí, después de una larga lucha en la que el señor Roberto había demostrado ser, además de un buen artesano de la madera, un diestro en el arte de la pesca con cordel.

Salíamos del puerto por la puerta principal, cruzábamos la calzada y llegábamos al "Crocodile store" a saludar al "viejo" Fuentes. El señor Lorenzo Fuentes tenía allí un quiosco donde vendía en exclusiva cocodrilos de todos los tamaños rellenos de aserrín y variados artículos hechos con el cuero natural, que enloquecían a los gringos y cachacos que lo visitaban.

Ese día, o cualquiera otro, bordeando la valla que limita la zona del puerto, llegamos al muelle frente al edificio del Resguardo. Había una ancha franja de libre acceso al público y por las tardes, en la temporada de "cosecha", se formaba en el borde una larga hilera de señores y muchachos pescando ojo gordo.

Entre todos éstos se distinguía un joven que tiraba y jalaba, tiraba y jalaba el cordel como un mecanismo automático de reloj. En cada jalada venía un ojo gordo pegado del anzuelo. Lo liberaba e introducía en una bolsa de plástico transparente en la que aleteaban las capturas anteriores.

Era Manuel Fontanilla Roldán, quien llegaba de último con unos cuantos metros de cordel y camarón crudo como carnada. Era también el primero en irse, pues pronto, ante la mirada atónita de los demás, llenaba la bolsa con más de cincuenta pescados.

Manuel, satisfecho con su pesca, repartía entre sus ocasionales compañeros el resto de camarón crudo, ajustaba la bolsa en la parrilla, y silbando el último bolero de temporada se iba pedaleando en una bicicleta Raleigh.