¿Murió la lógica?

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Joaquín Ceballos Angarita

Joaquín Ceballos Angarita

Columna: Opinión 

E-mail: j230540@outlook.com


Haciendo catarsis, evocamos a disertos maestros que nos grabaron en la corteza cerebral el concepto de que la Lógica es la rama de la ciencia filosofal que por la vía razonable más corta nos conduce al conocimiento de la verdad. Postulado del que se deriva como corolario axiológico que, por ser impulso connatural de la criatura humana la búsqueda constante de la verdad, la Lógica jamás podrá morir.  Ni la que enseña el razonamiento construido a base de premisas, ni la pragmática que fluye espontáneamente en la dinámica del cotidiano acontecer.  Así, subjetivamente, respondemos la interrogación planteada en el título de la presente nota.

Cosa distinta es que en la contemporaneidad la Lógica no sea enseñada con enjundia y por esa causa, con desconcertante frecuencia, pareciera que el camino que intelectualmente nos aproxima a la verdad, haya sido remplazado por el sinuoso atajo del absurdo, y, en laberinto de confusión, en el vórtice nebuloso que opaca la mente de amplios sectores de la sociedad, el análisis sesudo, el raciocinio sensato esté bastardeado y la estolidez y la frivolidad ocupen preeminencia. Proclive a esta tendencia es el criterio de los que piensan que es mejor darle espacio temporal a quien está causando daño deliberado -y anuncia que lo continuará haciendo- antes que removerlo. Esa sería tolerancia ilógica, banal o miedosa.  El mal hay que cortarlo, para entronizar el bien a través de los medios institucionales jurídicamente idóneos; para evitarle a Colombia que se perpetúe régimen corrupto, despótico, oprobioso.

Todo Estado, personificación jurídica de una nación, tiene un complejo de normas rectoras de la conducta exterior de los miembros de la comunidad asentada en su territorio. La Constitución Política ocupa en el orden interno sitio cimero según la universalmente conocida “Pirámide de Kelsen”. El artículo 4º de la Carta Magna de 1.991, en lo pertinente, reza: “La Constitución es norma de normas… Es deber de los nacionales y de los extranjeros en Colombia acatar la Constitución y las leyes…”. Acatar, según la RAE, es “tributar homenaje de sumisión y respeto”. Es principio irrefutable que ningún ciudadano está por encima del Estatuto Superior ni de la ley. Entonces, todos, sin excepción deben cumplirlas. Por consiguiente, el que las quebranta, quien quiera que sea el infractor -de una u otra- tiene que recibir la sanción por el exabrupto cometido contra el ordenamiento constitucional o legal. Sanción que puede ser política, penal o monetaria.

La Constitución Política, artículo 109, (reformado por el Acto Legislativo 1 de 2009, en su artículo 3, inciso siete), dispone: “Para las elecciones que se celebren a partir de la vigencia del presente acto legislativo, la violación de los topes máximos de financiación de las campañas, debidamente comprobada, será sancionada con la pérdida de investidura o del cargo…”. El tenor del canon transcrito es claro; y preceptúa la hermenéutica jurídica que, cuando el texto de la ley es claro, no le es dado al intérprete desatender el tenor literal so pretexto de consultar el espíritu de la norma. La disposición preinserta está vigente; hay que aplicársela, sin esguinces, al que incurra en “violación de los topes máximos de financiación de las campañas”. Aplicación erga omnes.  Así las cosas, ¿Por qué tanta dilación en definir si el huésped de la Casa de Nariño incurrió en el reato electoral descrito y sancionado por la Carta Política? ¿A qué intención obedece la paquidermia en los trámites de verificación contable adelantados por la Registraduría General de la Nación, el Consejo Nacional Electoral y la Comisión de Investigación y Acusación de la Cámara de Representantes? La Lógica está viva. Primo veritas. No se puede invocar la democracia para acceder al Solio de Bolívar violando la Constitución de la República.