Accidentes geográficos

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



La ciudad en la que pasa parte de la vieja y recientemente publicada última novela de Gabriel García Márquez, En agosto nos vemos, podría ser Cartagena de Indias, Barranquilla o incluso Santa Marta. A lo mejor, claro, es una mezcla de las tres, un escenario sin nombre definido, aunque real, así como los cachacos que visitan el mar local cada tanto suelen imaginarse el Caribe: un amasijo de acentos lejanos (frecuentemente indescifrables), gente asaz indiferente a las jerarquías, rapidez en el pensar y obrar (quizás precipitud), y, en medio de eso, calor, mucho calor. Se trata, el ámbito de los hechos, de una capital y de una isla de ambiente cosmopolita, que a la vez conservan el provincianismo aquel de los que se han persuadido de su inserción en la modernidad de otros aires sin realmente estarlo.

Ahora que lo pienso bien, si me atengo a esta lectura, la historia presentada podría transcurrir en cualquier parte de Colombia: el cosmopolitismo vernáculo se agota en un dos por tres, porque es, sobre todo, un fenómeno de imitación y no de generación. En cambio, el provincianismo que prevalece en la vida nacional, se quiera o no, sí que es cosa propia, no fue copiado de manual alguno, mal que le pese a cuanto loquito se considera globalmente importante, aquí, en la periferia. De cualquier forma, García Márquez cumple con dar las señas para quien desee, y pueda, ubicarse: desde la isla en la que una doña se descerraja los sesos buscando hombres de una noche es posible otear “[…] el horizonte circular del Caribe y la laguna inmensa hasta el perfil de la sierra. […]”.

La “laguna inmensa”, por supuesto, es la Ciénaga Grande de Santa Marta, atravesada entre la Sierra Nevada, también de Santa Marta, y la inmensidad del mar Caribe. Pero no existe, en las cercanías marítimas de este puerto, una isla con las características noveladas, que podrían encontrarse, sí, en alguno de los archipiélagos que circundan la tierra firme cartagenera. Por otro lado, la índole de los personajes principales, de acentuada liberalidad de carnaval, parece reproducir sin remedio a los barranquilleros. Entonces, puede ser que, para este libro, Gabo haya repescado de sus memorias de juventud a cierta gente de Barranquilla (donde más aprendió) y a la escenografía de la Heroica (donde empezó a vivir de la escritura); y que a ambas categorías las hubiera temporizado valiéndose de los humores de la “ciudad silenciosa” en la que nunca residió, aderezada con una ínsula brava.

Hace poco vi un recorte de video de Gabriel García Márquez en el que daba su opinión acerca de Colombia a partir de una pregunta que no se alcanza a oír. Con la sinceridad que tan cara le salió, el escritor, entonces de unos sesenta años, dice sin vueltas que con esta nación pasa algo que con otras de similar condición, las latinoamericanas, no: “[…] Colombia sobre muchos otros países tiene una ventaja: si tú le quitas lo malo queda un gran país. […]”. Esto da para pensar. ¿Es posible prescindir de “lo malo” de Colombia sin que, simultáneamente, “lo bueno” también muera? Me temo que a este optimista Gabo se le olvidó por un momento aquello de lo que él mismo se valió en sus obras, incluida la póstuma: nuestra química vital no permite aislar los elementos que nos componen.