Elecciones auténticas

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



En la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 1789, los franceses rompieron con su pasado monárquico de forma tajante al afirmar en dicho documento, entre otras cosas, que el principio de toda soberanía en adelante residiría esencialmente en la nación. A ese artículo 3º seguidamente lo matizaron los constituyentes: “[…] Ningún cuerpo ni ningún individuo pueden ejercer autoridad alguna que no emane expresamente de ella”. A pesar de que la Declaración de Derechos de Virginia (actual Estados Unidos), de 1776, ya preveía lo relativo a la soberanía popular (esta, a su vez, inspirada por la Carta de Derechos de Inglaterra, de 1689, y en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, también de aquel 1776), a nosotros nos llegó el instrumento francés con más fuerza gracias a su traducción, hecha por Antonio Nariño a finales de 1793.

Ya en 1948, con claras influencias de una izquierda ilustrada e internacional en las Naciones Unidas, aquel ideal liberal-burgués de construcción de las sociedades y de los Estados a partir de principios elementales de justicia distributiva, se convirtió, a través de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (y, en cierta forma, paradójicamente), en un concepto más individualista que colectivista. En 1948, la redefinición de las sociedades que habían trazado los revolucionarios franceses de 1789, cuando trataron de atacar las “calamidades públicas” y “la corrupción de los gobiernos” presentes en ellas, pareció hacerse un proyecto de afirmación personal antes que uno de corrección social. En 1789, el asunto era la fundación de un sistema; en 1948, a ese sistema quisieron moldearlo para garantizar cuestiones tales como “el progreso social” y “un concepto más amplio de la libertad”.

A lo mejor para conseguirlo, el artículo 3º de 1789, que facultó la primera elección legislativa francesa, en 1791, y en la que solo votaron los ciudadanos que pagaban impuestos, se actualizó con el numeral 3º del artículo 21 de 1948, así: “La voluntad del pueblo es la base de la autoridad del poder público; esta voluntad se expresará mediante elecciones auténticas que habrán de celebrarse periódicamente, por sufragio universal e igual y por voto secreto u otro procedimiento equivalente que garantice la libertad del voto”. De esta forma 1948 rompió con 1789: si bien la autoridad pública debía emerger siempre de la voluntad popular en un Estado regido por el derecho, era necesario que tal transferencia del poder de decisión se hiciera por una vía que garantizara su “autenticidad”.

Eso de “auténtico” llama la atención porque, para algunos, puede sonar alegremente a equiparación con el absolutismo que el pueblo francés decapitó hace un par de siglos. Después de todo, entre creer que “El Estado soy yo” y anunciarle a una audiencia, como lo hizo Gustavo Petro, que se preside “un gobierno elegido por la voluntad de un pueblo (que) no puede gobernar libremente” no hay gran diferencia. En estos momentos conviene precisar que ni en 1789, ni en 1948, se pretendió que la democracia fuera aquella “tiranía de las mayorías” de que se han ocupado sobradamente otros. Menos aún cuando la exigua mayoría de 2022, la de Petro, claramente ya no existe.



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