El templo

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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Con alguna frecuencia, trato de penetrar en las adyacencias de la parte trasera de la Casa de Nariño. Para mi pesar, la zona está resguardada con sigilo, desde que empezó la pandemia (¿o el paro?), por gente del ejército que le pregunta al viandante hacia dónde se dirige y qué va a hacer allí.
Como no hay mucho en qué ocuparse en dichas calles de La Candelaria durante días inhábiles, es muy fácil repetir la fórmula que la mayoría de los que peregrinan en fila india por entre la grieta del retén recitan al soldado de guardia, algunos en español chapurreado: “Vamos al templo de San Agustín”. Si se cuenta con suerte, y se puede pasar, también hay que ver si ese día está abierta dicha iglesia, que, administrada por la orden religiosa que le dio nombre, se ha mantenido levantada en el mismo espacio desde hace casi cuatro siglos, a pesar de las balas y cañonazos que supo llevar cuando la batalla de San Agustín, de la que se cumplirán ciento sesenta años en febrero próximo.

Podría detenerme y hablar del exabrupto que significó que una más de las matanzas entre liberales y conservadores se diera en pleno centro de Bogotá, o ya que tal sucediera en una iglesia realmente colonial (y en un país en el que todos iban a misa en esa época) usada como trinchera, el 25 y el 26 de febrero de 1862. Podría hacer eso, pero no lo haré, porque entiendo que mejor que describir un enfrentamiento armado entre estos y aquellos padres de la patria, aunque ello haya sido en medio de la interminable guerra civil, es resonar que un credo no surge de la noche a la mañana. Así, me limitaré a pensar que allí, dentro de los muros que albergan las muestras de arte religioso que ahora adornan la una vez barricada, se libraron otros combates que no fueron los de la fe. Cuestión menor.

Se dirá, creo que con justa razón, que el magnetismo presente del templo se debe a la labor de los agustinianos, dolientes de la conservación de este monumento nacional. Pero ese hecho no les resta hechizo a los fundamentos del recio edificio que se construyó entre 1637 y 1668, y que se consagró solamente hacia 1748. Hablamos de más de cien años invertidos por España para que existiera eso que en solo dos días la metralla de ciertos “centro-federalistas” nacionales casi destruye. Antes de 1637, los agustinianos ya oficiaban misas en una pequeña iglesia ubicada en el mismo lugar, que quedó subsumida en el santuario erigido posteriormente; de dicha ermita aún se aprecian sus vestigios. En 1817, o sea, ciento ochenta años desde su cimentación, se sepultó en su nave izquierda a Policarpa Salavarrieta recién fusilada, debido a la intervención de sus dos hermanos frailes agustinos, quienes increíblemente lograron resguardar allí los restos de una alta-traidora a la Corona.

Después de 1862, en 1867, es decir, doscientos treinta años luego de iniciada su construcción, el templo fue restituido a los agustinos. Desconozco la historia de cada una de las enigmáticas rutas actuales de este oratorio, y, sobre todo, qué tanto vive de la construcción original. Supongo que hay que ejercitar la imaginación con más energía para apropiarse de lo que permanece en su interior..., especialmente de aquel sonido al fondo de todo, lejano silbido que imita muy bien al silencio.


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