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Un siglo de amistad exótica

Editorial
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El mundo vive hoy todavía, sin advertirlo, procesos derivados del resultado de la Primera Guerra Mundial, eclipsados por la publicidad más reciente de la Segunda. Uno de ellos, cargado de horrores, que llega hasta nuestros días, es la compleja combinación de tragedias humanas, políticas, culturales y militares del Medio Oriente.

La caída y disolución del Imperio Otomano, con la asignación de territorios medio orientales a la tutela de Francia o la Gran Bretaña, fue una prueba, aún no superada satisfactoriamente, para esos poderes cargados de experiencia colonial y cabeza de imperios. A ellos correspondía la responsabilidad histórica de producir transiciones hacia un mundo mejor.

 Sus desatinos, combinados con la fuerza arrolladora de múltiples intereses, anclados en una historia y una cultura mucho más antiguas que las de esas potencias europeas, generaron una secuencia de lucha sin cesar de los pueblos de la región. En una carrera desaforada, todos ellos, incluido más tarde el de Israel, se lanzaron a buscar, a las buenas o a las malas, un “acomodamiento” que ojalá permitiera volver algún día, por lo menos, a algo parecido  a la Pax Romana, o a menos a su sucesora, la Pax Otomana, 

En medio de las tribulaciones del vergonzoso y macabro concurso del “ojo por ojo” que ha tenido lugar en los Kibutz del Sur de Israel y la Franja de Gaza, por estos días se celebra un acontecimiento que lleva ya un siglo de vigencia y ha formado un tejido que se comenzó a entrelazar en la toma de posiciones propias de la Primera Guerra Mundial: el centenario de la nueva relación entre Turquía y Alemania.


Las transformaciones institucionales de esa postguerra fueron mucho más sorprendentes y radicales en el caso turco que en el de Alemania. Mustafá Kemal Atatürk tomó decisiones de las más audaces e insospechadas que político alguno haya podido tomar, y hacer efectivas, en la historia contemporánea..

Inmersa en el proceso de sus propias definiciones, Alemania no tuvo al principio demasiado en cuenta la relación con la nueva Turquía. Esta última, en cambio, no dejó de mantener su mirada puesta en Alemania, tal vez su aliado europeo más confiable. Por eso, desde su condición neutral, ofreció refugio a perseguidos del nazismo y abrigó la esperanza de que Alemania fuese, pasada la Segunda Guerra Mundial un destino para sus estudiantes y también para la exploración de oportunidades de empleo de sus nacionales, en el escenario de la reconstrucción.

El proceso migratorio turco hacia Alemania no tardó en convertirse en realidad.  Los gobiernos llegaron a firmar un acuerdo de reclutamiento de trabajadores turcos como fuerza de trabajo “invitada” a fortalecer todo tipo de actividades propias de la resurrección alemana de la postguerra. El acuerdo incluyó a más de ochocientos mil turcos, que deberían regresar a su país el término de sus tareas, algo que en realidad no se dio. Por el contrario, se convirtieron en emprendedores, pudieron traer a sus familias, y hoy suman unos tres millones de ciudadanos alemanes de pleno derecho.

La presencia de esa creciente comunidad turca ha tenido implicaciones importantes en la vida de la Alemania contemporánea, pues no solo ha contribuido al desarrollo de numerosas actividades, sino que ha producido una especie de mestizaje cultural, y más allá, además de convertirse en protagonista de la vida política y del desarrollo de la ciencia y la tecnología. Todo esto con el beneficio adicional de la irradiación de progreso hacia las comunidades de origen de los inmigrantes, que en territorio turco se pueden beneficiar de esa pertenencia de algunos de sus miembros a las dos naciones.

Todo ese escenario de ensueño presenta también zonas grises y obliga a muchos a hacer conjeturas respecto del futuro. El avance del islam en territorio europeo es una de ellas. Por lo cual se hacen cálculos sobre la presencia musulmana y sus consecuencias políticas y culturales en el corazón de Europa, fenómeno que se multiplica si se tienen en cuenta, además, la presencia y el protagonismo equivalentes del islam en Francia y la Gran Bretaña, entre otros. Frente a lo cual algunos sectores sienten que, en unas décadas, habida cuenta de la progresión poblacional en los sectores islámicos, el paisaje cultural de un continente tradicionalmente cristiano será diferente. 

Otro factor que ha venido a ensombrecer las relaciones entre los dos países es el de las actuaciones y políticas del actual presidente turco. Su récord en materia de derechos humanos, y el tratamiento de los opositores, han sido criticados con toda dureza y entereza por el gobierno alemán. A lo cual se viene a agregar una distancia muy grande en cuanto a la visión respecto del problema de Gaza, campo en el cual Alemania se ha mantenido fiel a su política de soporte a Israel, como uno de los axiomas de su política exterior, y ha repudiado el ataque del 7 de octubre, mientras que el actual gobierno turco no ha vacilado en proclamar que Hamas no es una organización terrorista sino un movimiento de liberación.

La actitud del gobierno turco en materia de migraciones, con la amenaza permanente de abrir o cerrar la puerta de acceso a Europa por parte de migrantes procedentes de Siria, y de ahí hasta Afganistán, no produce una sensación de confiabilidad. Aspecto que afecta, sin duda, el ya viejo proceso de posible admisión de Turquía a la comunidad europea, en cuyo favor no juegan ni la militancia islámica, ni antiisraelí, ni la impredecible conducta turca en materia de migraciones y derechos humanos.

Al cumplirse un siglo de esa relación privilegiada, parecería que en Alemania se alimenta la esperanza de un cambio de rumbo, que estaría representado tal vez en el futuro triunfo de la actual oposición en las elecciones turcas que en cuatro años están por venir.



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