Se venden fallos

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El hecho de que un juez o magistrado venda su honor, dignidad, conciencia, y, sobretodo, su libertad moral, mediante la provisión de una decisión judicial que de jurídica no tiene sino el título, no es un episodio aislado, desde luego. Realmente, el asunto es de fondo, y tiene que ver en esencia con el fenómeno generalizado de la corrupción, que debilita al sector público, y que campea -enriquecido- también en el privado, pero que, en su germen, es más un problema de la maltratada nacionalidad. Honda cuestión. Sin embargo, quiero reflexionar apenas sobre un punto, desde lo que he visto, he padecido, me han contado colegas y ciudadanos, se ha sabido como hecho notorio, y a veces, solo a veces, se ha establecido como verdad procesal en lo penal respecto de casos concretos que han terminado en sanción.
Recordaba aquello de que el sector público colombiano es terreno fértil para la corrupción. Lo es. Lo es en el nivel ejecutivo: territorial y nacional (alcaldías y gobernaciones, concejos y asambleas, ministerios y superintendencias, organismos adscritos y vinculados, etc.), en la rama legislativa (leyes y control político sin la vigilancia debida), y en la judicial, como sabemos de sobra; lo es en las fuerzas militares y en las civiles de policía, y, además, en el más insignificante individuo, sea cual fuere su trabajo oficial, al que alguien desesperado "tiene" que darle plata para que cumpla con sus obligaciones. O sea, en últimas, la corrupción sobrevive agazapada entre la gente misma, que convive con ese mal, como si de un rasgo inamovible de nuestra idiosincrasia habláramos, como si de una peste indefectible-casi como el Chikunguña- se tratara.
La sociedad está hecha de personas, tal como las instituciones estatales. No obstante, podría concederse que una de las muchas diferencias entre ambas categorías humanas es que en la primera se necesita que, en efecto, la humanidad se manifieste con más o menos plenitud, como fin en sí misma que esta es, para que aquella exista al menos materialmente. En cambio, en la segunda categoría, más allá de su carácter humano (este, su elemento), lo que importa es la real concreción de su teleología social, es decir, la garantía, mediante la aplicación de normas jurídicas, del mantenimiento de la sociedad. Por tanto, las personas que dan vida a la ficción de la institucionalidad no pueden ni siquiera darse el lujo de la indiferencia: tienen que vivir pensando en la verdad de los demás en su conjunto, aunque esto suene a discurso religioso, sin serlo.
Cuando un magistrado vende una sentencia lo hace, en su fuero interno, y entre otras razones, porque no cree esa "patraña" de que deba vivir para quienes lo rodean. ¿Acaso no llegó él a donde está por sí mismo?: ¿no es, pues, el único propietario de su puesto y de sus réditos? Frente a esta operación mental (que difícilmente puede llamarse razonamiento) parece palidecer la noción de que el Estado está para servir a la sociedad, y que esta necesita de aquel para progresar y de esa forma no desnaturalizarse. Entonces, ¿es al contrario?, ¿es la sociedad la que debe premiar con impunidad a los que se comportan como dueños del Estado, en razón de esto mismo?; y, si así fuera, ¿se trata ello de la justa retribución que reciben las sociedades permisivas con los corruptos: ser victimizadas una y otra vez? Si un magistrado vende un fallo lo hace sencillamente porque cree que el contenido de tal le pertenece a él y no al derecho: ¿la callada corrupción le da la razón?