El miedo a mí mismo

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Por pura casualidad, me encontré de repente leyendo en Internet una crónica que bien podría ser cierta, tanto como no. Quién puede historiar rigurosamente entre nosotros, después de todo. Asumo que lo que leí, sin embargo, es real, pues si no hago eso, no tengo entonces de qué escribir esta noche. Se trata de lo que pasó con una canción de Diomedes Díaz y Juancho Rois, Lluvia de verano, en un poblado guajiro hace como 35 años; eran los setentas, cuando mis padres ni se conocían, y la mafia de la marihuana era el negocio del momento y del futuro: se comerciaba con la hierba abiertamente en las calles de Santa Marta, me cuentan, y tenías que andar armado si eras hombre y te movías en ese medio, y si querías, sobre todo, ser un hombre vivo. Para los que saben de vallenatos (y no por ser "vallenatero", palabra despectiva usada por algunos medios cachacos, fieles a su pulcra ignorancia), sí: era el tema aquel del comedero de Lisímaco Peralta.
Debo confesar que, después de asombrarme con los pormenores de la tragedia sucedida en esa noche, en la que mataron al mismo Peralta -y a su verdugo, entre otros- sin que aparentemente lo hubiera siquiera provocado, no me quedó más remedio que reírme un buen rato imaginándome a Diomedes y a Juancho volando sobre las paredes vecinales y escondiéndose bajo una cama, como dice el autor que pasaron las cosas una vez se desató el tiroteo mortal. Supuestamente, el cantante salió horas más tarde escoltado por el ejército, espantado, voceando que jamás volvería a ese pueblo. Esa escena es, en sí misma, una comedia. Esto llevó a lo otro, y, como quien no quiere la cosa, terminé investigando algo sobre aquello de la guerra tipo vendetta que dos familias campesinas de Dibulla -al ladito de Santa Marta, en el Caribe- sostuvieron cruelmente por casi dos décadas, más o menos, y en parte, hacia la misma época del episodio vallenato, y cuyo epicentro principal fuera la propia ciudad samaria, que se convirtió así en una nueva Sicilia.
Según las informaciones consultadas, en ambos casos las fatalidades tuvieron orígenes impensados. A Lisímaco, que estaba feliz con su vallenato personal -y con sus embarques-, parece que le disparó un hombre cercano que era más que un simple conocido, el que, mientras Diomedes Díaz cantaba, le había prometido en dos veces distintas, con calma y sinceridad escalofriantes (es inevitable recordar apartes de Cien años de soledad) que, ciertamente, de esa noche de principios de agosto de 1978, él no iba a pasar. Igualmente, del asunto Cárdenas-Valdeblánquez se dice que la pelea por faldas que inició la matanza -incluida su financiación mafiosa-, alrededor de 1970, explotó entre dos grandes amigos teóricos, uno de cada familia, que, justamente, se encontraban parrandeando sabroso antes de que éste asesinara al otro.
¿Por qué esas sangrientas disputas tuvieron un común denominador tan ridículo? No se trató, en ninguno de los dos eventos, de algo medianamente determinado por diferencias previamente irreconciliables. Por lo contrario: en las dos situaciones, los protagonistas estaban del mismo lado, eran amigos, o al menos se trataban frecuentemente entre sí. La enemistad sobrevendría luego de la transgresión de ciertos límites invisibles, lo cual tampoco es infrecuente en la vida, claro; pero, la pregunta sigue y seguirá siendo: ¿por qué transgredirlos, para qué? En Colombia, cuando hoy burbujean sesudas discusiones sobre si el marco jurídico para la paz sustituye o no a la Constitución Política, y cuando abundan definiciones de lo que debe ser la post-reconciliación, y en efecto, se reinterpreta mil veces la palabra "impunidad", más valdría detenerse en lo básico de la difícil convivencia: hasta dónde llego yo, desde dónde empieza el otro. Tal vez así el miedo que todos tienen a sí mismos, y que tiende a reflejarse en el ser más próximo, el más parecido, pueda reconocerse como independiente, sin que haya pues que matar a nadie para eliminar su pulsión.