El cementerio laico de Santa Marta

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



Santa Marta es una ciudad pletórica de historia. Es la más antigua en el territorio continental americano y esto, por sí solo, es de enorme trascendencia; nuestra tradición no debe limitarse a la muerte de Bolívar, La Catedral y el fútbol: hay mucho más que eso. Pero, contrario al deber-ser, nuestro capital cultural y la memoria histórica van desapareciendo lenta e inexorablemente en medio de la indiferencia generalizada: los antiguos cañones que custodiaban los bellos parques de antaño, hoy sepultados bajo el cemento, desaparecieron sin explicación alguna ni destino conocido; sin dolientes, el mítico Liceo Celedón se desborona irremediablemente; el Balneario, derruido a mazazos "para dar paso a la modernidad", quedó en los antiguos álbumes de fotos; el Teatro Santa Marta, epicentro cultural de la Costa y hoy de majestad extraviada, es cadáver insepulto; las bellas casas coloniales han sido reemplazadas en mucho por una horrenda arquitectura tacaña en belleza; los fuertes de San Juan, San Vicente, San Fernando, San Antonio y el de Betín, la batería de Santana y de San Carlos en El Morro viven solo en mapas antiguos; ni siquiera se convirtió en museo la casa del General Campo Serrano; y así, "ad infinitum". Caen antiguos árboles, bellos monumentos, históricos edificios, hermosos recuerdos, gloriosas memorias…
Barranquilla, de fundación anónima e incierta, se ha preocupado por recordar y conservar su pasado, corto pero glorioso. Más allá, Cartagena resguarda a su "corralito de piedra" y las historias que allí residen. Mompox sigue intacta, reverdeciendo cada día sus glorias pasadas. Cada urbe caribeña, cada ciudad andina, cada conglomerado social de Colombia siente orgullo de sus historiales, de sus leyendas, de sus gentes de valía. Santa Marta, que ostenta el pomposo título de distrito histórico y cultural, parece sufrir un mal de Alzheimer voluntario, irreversible quizás, y su historia parece importar muy poco: revisemos a manera de ejemplo el triste final del Cementerio Laico.
Carlos III de España ordenó la construcción de cementerios fuera de las poblaciones para evitar los problemas sanitarios derivados de los cadáveres sepultados en sus viviendas, o en los templos católicos cuando el finado era importante o adinerado; el San Miguel de Santa Marta se construyó a partir de una Cédula Real de 1787. Desde Tobías Ramírez en adelante, toda la población fue inhumada en esa necrópolis. Castilla ostentaba la corona hispana, gobernaba de la mano de Roma, y la religión, más que oficial, era obligatoriamente católica. No pertenecer a ella significaba la exclusión social. En esa condición, a través del tiempo cayeron por igual blasfemos, protestantes, los de otras confesiones y creencias, prostitutas, adúlteras, suicidas, homosexuales, comunistas, ateos y todos los excomulgados. Dado que la iglesia católica tenía el monopolio de los cementerios, esos difuntos no podían ser enterrados en ellos; se les sepultaba en los predios de sus residencias. Pero otras religiones como la hebrea disponían de cementerios propios; el de Santa Marta se fundó en 1844, en la carrera 2ª con calle 24, aun cuando los primeros judíos fueron enterrados en la Playa de San Fernando, donde hoy se encuentra el Batallón Córdoba. Pero los judíos eran obligados a cristianizarse para ser aceptados en sociedad y participar de la vida católica, particularmente del matrimonio, y al final eran acogidos en el Cementerio de San Miguel.
Durante el gobierno de Olaya Herrera los huérfanos de fe encontraron su derecho a la dignidad final: los cementerios libres, o laicos. Santa Marta abrió el suyo, en la vía a Minca, cerca del Yucal. Construido por Orlando Flye hace muchas décadas con personería jurídica expedida por el Ministerio Gobierno, funcionó un tiempo en silencio social hasta cuando llegaron los jardines cementerio, sin discriminación alguna -cualquiera puede ser sepultado en ellos-, y el concepto de cremación cobró auge sobre la inhumación. Ese camposanto del adiós sin cruz ni misa, de la despedida con rituales solamente de afecto y amistad, hoy está abandonado a su suerte y condenado al olvido definitivo "por cuenta de la modernidad y la necesidad". La posible construcción de viviendas en ese cementerio desaparecerá otro hito histórico, otro patrimonio histórico cultural, y Santa Marta seguirá destruyendo su pasado del cual, por el contrario, debería estar orgullosa. Si el asunto es comercial, ¿por qué no utilizarlo como parque cementerio? ¿Por qué seguir borrando buena parte de la historia de Santa Marta? Hay quienes, con todo el rigor que merece la historia samaria, se han dedicado a refrescar la vida y obra de nuestros antepasados y sus lugares vitales. Del Cementerio San Miguel, Joaco Zúñiga hizo un interesante trabajo subido a Internet que vale la pena leer: "De paso por el cementerio San Miguel de Santa Marta". Qué bueno sería disponer de un documento de referencia similar acerca del Cementerio Laico: su historia detallada y sus moradores.