Trauma

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Recuerdo haber visto dos veces, en la misma semana, la misma película (en el mismo cine, y estando solo en ambas ocasiones); por un lado, porque creí no haber entendido del todo la historia en cuestión la primera vez, y, por el otro, porque había quedado fascinado con la explosión de tomas originales (como si ojos nuevos hubiera tenido), de diálogos encendidos, y sobre todo, de humanidad vibrante que salía de la pantalla falsa del cine.

Se trataba, por supuesto, de la influencia inquietante del gran director Stanley Kubrick, fallecido cuatro meses antes de estrenar ésa, su última película, Ojos bien cerrados (Eyes wide shut), obra maestra delectable, apenas adecuada para el final de toda una vida. Toda una vida de cinematografía, en su caso, con algo así como apenas diez o doce trabajos al final, dada la agotadora búsqueda de calidad que le representaba hacer cada uno de ellos.

Corría julio de 1999, y yo acababa de cumplir dieciocho años; todavía no sabía mucho, aunque creía lo contrario, de lo que subyace en el día a día de esta mascarada -no siempre baile de máscaras- que es la interacción cotidiana entre solitarios en secreto. Durante años me he seguido basando en lo que vi en esa película para medir algunas cosas de la realidad, tanto así me afectó. Por lo demás, siempre quise leer la novela corta en que se había basado Kubrick para montar el guión: Traumnovelle, de un médico judío austríaco de principios del siglo XX.

Todo parece indicar que Stanley andaba tan obsesionado con esa poesía negra (había comprado los derechos de la novela veinte años antes de empezar a filmar), como yo con su filme. Acabo de descubrir, finalizando la lectura lenta de las 120 páginas referidas, que no era para menos.

He leído Traumnovelle de una traducción española que, para empezar, la bautiza con el problemático título de "Relato soñado", cuando, al parecer, había nominaciones mejor vertidas. Y bueno, más allá del fastidio que representa tener que absorber ideas en el algo frío español de España (aunque ello siempre es mejor que intentarlo en alemán (!)), la narración de Arthur Schnitzler, que yo había buscado por todas partes en castellano, y que había sido publicada en 1926, me hizo vivir, otra vez y sin consuelo, el encantamiento de hace quince años, pero claro, magnificado por el tiempo.

Es un relato sombrío de la conciencia, con el agravante de no poder alijar con palabras al lector la carga de pesimismo que, en la película, por obra de la cuidada fotografía de la espléndida desnudez de Nicole Kidman en la primera escena, haciendo su ritual femenino en el baño, queda atenuada, y tal vez desviada hacia la exacerbación sexual del espectador, que asiste, como intruso invisible, a la intimidad de una mujer por algo insatisfecha. Y a la transformación de su marido en algo que ningún hombre quiere ser.

Podría decir que leer el libro me defraudó ligeramente, sin embargo, pues no quedó resuelto el misterio que me había motivado a ver Ojos bien cerrados por segunda vez (y otras veces más). Pero no lo haré. Concluyo, entonces, que ese dato escondido no es de Kubrick, sino de Schnitzler, que lo maneja aún con más desparpajo, sin interés aparente en su interesado lector.

En realidad, ahora me alegra que no se revele directamente toda la verdad, y que se traslade ese problema a quien lee el texto, o ve la proyección. Esa, tal vez, es la magia que me atrae, como a otros. Debe de ser la misma magia que Kubrick les exigía a Tom Cruise y a su entonces esposa, Nicole, para las escenas de alcoba con luz encendida y conversación marital. El perfeccionista Stanley reescribió "la novela del trauma", con imágenes de diván, en la mente posible de cada quien.