La angustia del estándar

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



He leído asqueado un documento escrito por el escritor antioqueño (aunque el tipo ya ni eso es, porque renunció a serlo) Fernando Vallejo en contra de Gabriel García Márquez. Fernando ¿quién? Fernando Vallejo, el que escribió La virgen de los sicarios, aquel bello libro hecho película en el que su autor, muy sabedor de esas cosas, expone la tesis nada extraña de que en su repudiada Medellín los gatilleros son tan compasivos con sus víctimas que antes de ir a matar van a pedirle a la Virgen para que no sufra el futuro muerto.

Qué lindo. Otra de las ideas que se desarrolla en esa obra magna de la literatura mundial, tal vez desde la autobiografía, es el hecho aparentemente confirmado de que a los matones de Medellín las mujeres les son indiferentes en el fondo, que la pretendida masculinidad exhibida con la manipulación de armas y la vivencia de situaciones de peligro se agota solita. No tiene nada de raro eso, pensándolo bien.

No me voy a referir a los pormenores de los sucios argumentos utilizados por Vallejo para mojar un poco de prensa a costa de un tipo, Gabo, que ya ni sabrá quién es aquél. Finalmente, ¿a quién le importa un amargado más, o uno menos? Gente así no hace falta sino cuando uno quiere buscar un ejemplo de lo que puede ser el efecto de la ignominia como filosofía de vida, para no volverse igual. Sin embargo, sí vale la pena rescatar de todo esto un elemento cultural bastante diciente de muchos colombianos, tanto, que a veces casi que podría definirse a este país utilizando sólo ese rasgo pronunciado: la envidia. Pues éste, mi país -al que conozco bien y mal, para bien y para mal, como cualquier otro que haya nacido aquí-, es, en una mitad, un cultivo de envidiosos ansiosos por destruir lo que la otra parte hace. Y eso que hacer algo es lo verdaderamente difícil, no lo es dañar, así, intransitivamente. La historia de Colombia: Bolívar y Santander, García Márquez y sus Vallejos, el vallenato y… lo que sea que le quieran oponer.

Somos -me incluyo para parecer imparcial- envidiosos por debilidad. Y es esa debilidad la causa de muchos otros males nacionales: la adoración al extranjero -al que tratan como extraterrestre-, la violencia infinita, la incomunicación social, y, sobre todo, la incapacidad para ganar limpiamente, algo, cualquier cosa. De ahí la mafia, el robo, la corrupción, el estancamiento, la genuflexión como método y, eventualmente, como fin; con eso se explica, también, la necesidad de reconocimiento externo, o extranjero, para que algo valga, para que exista siquiera.

La debilidad es la carencia de identidad, y en este país, señores, identidad es lo que menos hay, y por eso mismo es que pueden existir montones de Vallejos, pobres diablos dedicados a aferrarse a los que sí se atrevieron, a los que se la juegan, a los valientes: los otros colombianos.

En este escenario, que merece un estudio histórico profundo que escarbe en la genética de la conquista y de la colonia española, no es de extrañar que exista un culto por el estándar, por lo internacional, por lo aceptado por todos, por lo que no requiere permiso.

El ser pionero no es aquí una idea que se apoye, y sin eso la inventiva está muerta. Y si no se inventa, se sigue a los otros, o se envidia. O se envidia y se sigue idiotamente. Pero no se crea nada: se construye una sociedad bobalicona que aplaude cualquier pendejada mientras otros mueren de hambre; como en la tierra de Vallejo, donde, por un lado, se llenan la bocaza vanagloriándose de un premio comprado que a nadie importa en el planeta, pero que, por el otro, paren individuos como Uribe y su ministro Gallego, que se confabulan para, con la plata de todos los colombianos, hacer carreteras que empiezan y terminan en el propio territorio antioqueño. Ese Vallejo quiere venderse (?) como si no fuera lo que es: un confuso cultor de lo ajeno, más allá de la envidia que lo traiciona.