Siete vidas

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



De su paso sinuoso, tan comentado por siglos, hoy dan fe los que lo han visto andar despreocupado, como si tal cosa, por las planicies de las casas y aún en tejados y jardines, siempre en silencio aunque con ritmo, sin prisa pero con precisión. Ante tal espectáculo de fiera, que de ninguna manera es exhibición, no le ha quedado más remedio al público de turno que rendirse al efecto calculado que produce el dueño de esta sabrosa sincronía.

Quién puede ser sino el felino domesticado, el minino, el gato, ese mismo animal que parece un tigre en miniatura, que alegra con sus gracias a cuantos lo conocen, el que despierte a un tiempo tales sensaciones de ternura y admiración, y de alegría, como si de un par se tratara, o ya como si fuera él el único señor de la creación.

El cuento de Charles Perrault, sí, El Gato con Botas, que ya tiene tres siglos largos, y que fue más bien la confección literaria y escrita de una vieja historia popular que ya era vieja entre las gentes de Europa para finales del siglo XVII, nos da luces de esta fascinación humana tan comprensible por el micho, no en vano el título original en francés que Perrault escribió fue Le Maître Chat ou le Chat botté, es decir, El Gato Maestro o el Gato con Botas. Desde el desafiante título de ese cuento sabemos que, al menos para el autor, los gatos en verdad pueden llegar a amaestrarse y que, en consecuencia, sería hasta cierto punto dable esperar comportamientos de esos cuadrúpedos, si no estrictamente racionales, al menos estratégicos y nada malversadores de energía. 

En el compilado de Perrault, el gato protagonista saca de su depresión congénita al que por pura casualidad termina por ser su amo, y lo eleva a la más alta dignidad a fuerza de ingenio y valentía, pese a que todos los que lo ven por primera vez se quedan admirados y hasta asustados de su extraña apariencia, que incluye sombrero, cinturón y, desde luego, viriles botas de cuero. A esta imagen de espadachín en ejercicio, se suma la exquisita oratoria de un gato que quién sabe dónde se habrá educado, puesto que habla con la persuasión propia de un consumado político de la época en la que transcurren los hechos. Sobra relatar que este gato que calza botas es un triunfador que no se amilana ante los peligros y adversidades, y, ante el cual, los demonios que debe enfrentar se doblegan, cuan sutil es el magnetismo que lo rodea, como si no fuera posible asirlo y… escapara. 

Tan poderoso mensaje en un relato infantil a lo mejor escondía una sátira social de Perrault, cosa que ignoro; pero es claro que, para el escritor francés, la importancia que le dieron los que primero contaron el cuento a la astucia gatuna para agenciarse una apariencia intimidadora y de prestigio, era algo digno de rescatar en el escrito definitivo, a lo mejor el detalle más importante de la “personalidad” del peludo personaje principal. Sin embargo, el gato de las botas es alguien que sabe bien que no es suficiente con parecer valeroso o avispado, o con producir una representación de misterio atrayente a los demás, y por eso se concentra en ofrecer resultados que cuiden sus propios intereses, pero que simultáneamente favorezcan el bienestar de los circunstantes, su amo incluido.