Mi delirio en el Monserrate

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Algunos metros antes de llegar al sendero peatonal del bogotano Cerro de Monserrate, y con el acicate de que la entrada era gratis por ser domingo (lo que me permitió ahorrarme esa erogación de tres mil pesitos muy colombianos), entré a la encumbrada Quinta de Bolívar, como para empaparme más de la historia oculta de aquel general que no llegaba al metro con sesenta y que sin embargo, desde la casa que ahora yo abordaba, desde ese suelo, con esa vista, había decidido buena parte del destino del país andino en el que él era lo que siempre fue, hasta el momento mismo en que saliera de aquí desangelado: un extranjero… Como Napoleón, como Hitler.

Era una tarea pendiente que yo tenía, en tanto que colombiano, y samario, pues la Quinta de San Pedro Alejandrino, que con justicia harto relacionamos con el Libertador, solo lo albergó unos diez días, hasta donde recuerdo, en los que apenas el hombre si habrá podido reconocer de vista tal terreno, muriendo como estaba.

En cambio en esta casona, desde la que se domina convenientemente Bogotá, el caraqueño vivió de forma algo más de lo habitual, raro en él, que saltaba de país en país, de pueblo en pueblo…, de cama en cama. Fueron casi quinientos, interrumpidos, los días de su vida que inició desde allí: esa Quinta puede decir quién fue Bolívar cuando era Bolívar, a diferencia de la hacienda de Santa Marta, que ya lo recibió siendo fantasma.

Después de ese champú de historia bolivariana, y mientras escalaba la pendiente de la senda que empezaba a pronunciarse hacia lo alto de la cordillera, no sé por qué me acordé del famoso documento llamado "Mi delirio en el Chimborazo", que Bolívar escribió desde las alturas de aquel volcán ecuatoriano, tal vez estimulado por algún soroche, por alguna falta de oxígeno en el cerebro, o por la propia locura que, como a todos los grandes, le era natural. Ya que el Libertador fue todo menos alguien común y corriente: hombre de excelsas virtudes morales y, asimismo, de inmensos defectos de personalidad. Pues bien.

Cuando me decidí por fin a ascender el tutelar cerro de castellanizado nombre catalán, caminando los dos kilómetros y cincuenta metros del recién reabierto y empedrado camino de penitentes, para hacer el ascenso vertical de unos quinientos metros y sobrepasar, estando allá arriba, los tres milenios de metros sobre el mar de Santa Marta -que es el único mar que yo conozco-, las grandilocuentes palabras proféticas de Bolívar delirando sobre el Chimborazo retumbaban en mis oídos caribeños como si fueran bombos. (¿O sería, más bien, el efecto del vértigo invertido que da mirar montaña arriba, cuando se está empezando el peregrinaje masoquista ese, solo entre la multitud como yo estaba?).

Es posible que haya sido por la insuflada voluntad que me poseía después de rememorar la admirable obra bolivariana, por haber subido años antes al mismo santuario sin ningún problema, o por haber visto a los paisanos andinos muertos de la risa iniciando el ascenso, con niños, comida y la olla entera del domingo, pero el hecho es que, a pesar de que intuitivamente no estaba seguro de que mis piernas y pulmones reaccionaran con lealtad, me lancé efervescente a la conquista de una vaina ya bastante conquistada, desde hacía cuatro siglos por los españoles de la época, y desde hace más de media centuria por los curas negociantes de la capital, con el ahínco de los hombres del mar, para los que una montaña es El Morro.

Pero nada que hacer: a los tres minutos y veintidós segundos de iniciada la subida yo estaba delirando también, como Bolívar, y me oía, sin hablar, voceando incorrecciones, en medio de los diminutivos y el seseo de los cachaquitos jadeantes que pasaban a mi lado, quienes, no obstante, rezando no se detenían ni para verme morir de muerte lenta. A las tres horas, cuando terminé de bajar casi temblando, triunfante y almorzado, extrañé ver la Sierra en la distancia, inexpugnable, inasible, cercana en su lejanía, y a la que nunca, nunca, nunca, te dan ganas de subir un día del señor lluvioso por la mañana.