Hace poco menos de una década, al igual que le ocurrió a gran parte del planeta (no vayan a creer que fui solo yo), atravesé una temporada de lenocinio literario en el que me entregué a los placeres fáciles y la satisfacción poco exigente que provocaba la lectura de las obras de Dan Brown. En esas andaba cuando, gracias a esas periódicas promociones 3x2 que suelen alegrar cualquier bolsillo, me hice con algún ejemplar de La Conspiración, uno de esos primeros thrillers olvidados del autor en los que ya apuntaba maneras flirteando con elaboradas tramas de secretos gubernamentales y que, años después, lograría explotar a nivel mundial de la mano del icónico profesor Robert Langdon y su inexplicable habilidad para salvar al mundo una y otra vez simplemente sabiendo de arte.
Desde entonces, aprendí a no tomarme a la ligera el casi siempre subestimado ejercicio de traducción. Una disciplina en esencia quirúrgica que, en el campo literario, y ya no digamos legislativo o contractual, tiene efectos determinantes sobre el impacto que la obra tendrá en el lector, lo que indefectiblemente redundará en el legado del autor. La traducción de literatura en su estado más puro no es un mero proceso algorítmico en el que se elige la palabra “más coherente” de entre una piscina de alternativas, aunque Google se esfuerce por venderlo así, sino un fenómeno de transmutación física, en el que el traductor desdobla su alma, abandonando su yo carnal, para metamorfosearse en el escritor de aquella historia a la que pretende insuflarle vida con el soplo vitalizador de palabras prestadas del español.
Sin importar cuán brillante sea un autor, estará condenado a la muerte por olvido si nadie empuja su bibliografía sobre la barrera lingüística de su lengua materna y, por ello, al ser los traductores la pesadilla auténtica del anonimato literario, deberíamos reconocerles de mejor forma su labor, sacarles de las sombras y darles el crédito que se merecen por el éxito editorial que con su trabajo descomunal ayudan a sembrar. Poner sus nombres en la portada, por ejemplo, sería un gran lugar por donde empezar.