Escrito por:
Tulio Ramos Mancilla
Columna: Toma de Posiciones
e-mail: tramosmancilla@hotmail.com
Twitter: @TulioRamosM
La cuestión podría simplificarse con fines ilustrativos: llegar a la presidencia de un país a hacer todo lo posible por que las condiciones de la vida social mejoren, pensando en la generalidad de la ciudadanía; o no, simplemente hacerse elegir para garantizar que el estado de cosas se mantenga igual, aunque sin caer en la ingenuidad de decirlo en voz alta (o sea, siguiendo con rigor aquella sentencia de Lampedusa en El gatopardo: “Si queremos que todo siga como está, es necesario que todo cambie”). Para dar continuidad a este tono literario impostado, la idea vendría a ser similar a la de aquello de “ser o no ser”: si eres, harás lo correcto, pero pagarás un precio mayor por lo que podrías conseguir abaratado; si no eres (si no eres lo que debes ser), no serás sino uno más, pero encontrarás el camino aligerado, puesto que tu sacrificio será recompensado por cierta lógica.
Eso fue lo que significó en últimas saltar de un Estado de derecho a un Estado social de derecho. Hay bastante que decir sobre el tema, y, sin embargo, lo que falta no es demasiado. El problema real está en que ese tránsito, ciertamente, no tiene por qué ser rápido ni silencioso; es claro que una declaración constitucional, o una consagración legal, no transforman nada de la noche a la mañana. En este sentido, quizás lo indispensable sea aceptar que el derecho-hormigón en la edificación de un país, el derecho fundamental a la igualdad, cuesta, y no solo tiempo ni dificultades. Además de esa admisión llena de trauma, puede que deba poder matizarse el contenido material de la igualdad en términos prácticos, es decir, saber que la redistribución de la riqueza, si bien relevante (mediante la justicia tributaria, por ejemplo), no puede ser más importante que la creación de un nuevo caudal, léase a través del capitalismo democratizado que un pueblo de pequeños empresarios podría fundar.
Iván Duque eligió no ser, sino apenas estar; vegetar en el Gobierno durante cuatro años, quemando período. Colombia no se puede dar el lujo de tener presidentes así. Pues la gente decidió, no hace diez días, sino hace tres décadas, que requería de ejecutores preocupados por gestar reformas institucionales de fondo, que impidieran el triunfo de la injusticia y de la violencia en el largo plazo, como no ha dejado de ocurrir. El país de ayer había decidido que quería un Estado social de derecho.