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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Los historiadores económicos siempre relatan los hechos de 1933 en los Estados Unidos con entusiasmo. En 1929 había estallado la burbuja económica y Wall Street se convirtió en un muro venido al piso, inaugurando aquel período de la Gran Depresión, que, aunque estadounidense, sumió en la misma negrura de ánimo a las economías más globalizadas de la época. A partir de ese 1929 serían doce años de penurias, más o menos, los que tendrían que sufrir quienes desde 1918 fueron considerados los nuevos dueños del mundo, gracias a su ambición, empuje y cálculo, sobra decirlo. Entonces, en la hora más incierta, apareció el héroe: el presidente demócrata elegido en 1932 merced a la tasa de desempleo del 25%, Franklin D. Roosevelt, quien, durante los cien primeros días de su mandato logró lo que su antecesor no pudo en cuatro años, a base de un plan de intervención directa del gobierno federal que, hasta ese momento, no ordenaba el detalle de la Unión Americana.
Creo que la costumbre de medir el alcance de la gestión de los presidentes, al menos en Colombia, durante los cien días en ejercicio iniciales, viene de esa experiencia, en la que, en desarrollo sucesivo de ambas etapas de la política del New Deal, centro de su trabajo presidencial, el aristócrata Roosevelt hizo lo posible por espantar el hambre y la vergüenza de la bancarrota gringa a través de medidas que el menos uribista calificaría hoy de bolchevismo: asistencia social pura y dura, reformas al mercado financiero (la democratización del crédito tan temida), programas de inserción laboral, fortalecimiento del sindicalismo, inversión social, la cuestión pensional, en fin…, límites al capitalismo bravo para sentar las bases de la redistribución de la riqueza que allí urgía en ese momento.

Todo lo anterior lo impulsó Roosevelt a partir de un intervencionismo de Estado que fue objeto de tamizaje judicial y que ciertamente generó déficit fiscal, pero que –y en esto hay consenso- catalizó un estado emocional distinto en la sociedad al que ella venía padeciendo desde 1929 con el anterior presidente, el republicano Herbert Hoover. Este, hombre de carácter reservado y enérgico, al parecer consideró apropiado abordar la catástrofe desde la visión conservadora del papel de la federación, al tratar de maniobrar con lo que había para sacar adelante a la economía, es decir, valiéndose de una estructura ya colapsada. Antes de juzgarlo, debe considerarse que Hoover fue huérfano desde muy temprana edad, y que, a fuerza de estudio y audacia, logró convertirse en una especie de millonario con ideas humanitarias, de manera que lo suyo no era holgazanería ni incapacidad: todo indica que creía firmemente en la labor del presidente en clave de, ante todo, factor de estabilidad.

La gente estable no suele ser muy divertida. Por otro lado, la vida de Roosevelt tampoco había sido una comedia: poco antes de los cuarenta años contrajo poliomielitis y luchaba a diario con sus consecuencias; acaso debido a su conocimiento personal del desastre sabía lo que la gente necesitaba en 1933, que era algo así como respirar y sacudirse la mala suerte, más allá de que la solución definitiva para la Gran Depresión todavía tuviera que hacerse esperar un buen tiempo.