Cosa de hombres

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Estoy terminando de leer "El sueño del celta", último libro del penúltimo Nobel de literatura, Vargas Llosa, tan peruano como el pisco, el ceviche, el Callao, los cholos, Machu Picchu, la Señorita Laura, La tetita, el Chemo del Solar o el Chino Fujimori.

Tan peruano como todo eso, aunque ya con más de medio siglo interrumpido viviendo y disertando en Europa, Vargas Llosa es lo que podríamos llamar un industrial de la literatura mundial: su prolífica obra agota casi todos los temas, escenarios, personajes, épocas, tonos, formas, ámbitos… Se trata en realidad de un escritor quizás menos depurado que el gran García Márquez, pero creo que más atrevido, más comprometido, más intelectual, llegando al punto de ser verdaderamente arrollador con su prosa, fluido y nítido, nada más para seguir siendo consecuente con aquella ortodoxia literaria que aprendió cuando quiso ser escritor, mucho tiempo antes de que yo naciera: la forma y el fondo son dos aspectos indesligables de toda obra, únicamente observables por separado a efectos didácticos.

Por eso, los variados temas de que se ocupa literariamente el peruano tienden a tener ciertos elementos comunes en su vertiginosidad, tanto, como su propia escritura: son abrasivos, cáusticos, violentos, sexuales, incluso sórdidos, prosaicos, sucios si se quiere, pero nunca banales, ni mucho menos vanos.

Como la vida misma. Este libro que estoy leyendo no podía ser la excepción en cuanto al nivel de vértigo en que se embarca su autor nuevamente, no solo por lo difícil que resulta para un latinoamericano tratar los temas europeos en la propia cara de estos (cuando ellos nos consideran poco menos que hombres de Neandertal), ni por la enrevesada técnica con que Vargas desnuda tan interesantemente una historia ya sabida y contada por otros en otros tiempos, sino por la magnitud de la dificultad -digamos, viril- que plantea la vida real que vivió el protagonista principal, acaso el único, de la historia: su homosexualidad.

En efecto, el libro reconstruye íntimamente, con un rigor sobrehumano, la vida de Roger Casement, diplomático inglés, patriota irlandés, consumado maricón, y valiente como pocos hombres de su época.

Hay que decir que no es la primera vez que Mario Vargas Llosa se ocupa en un libro, con las palabras que el idioma de Cervantes ha dado para ello, del problema sexual humano (recuerdo ahora que ya lo hizo en Los cuadernos de don Rigoberto, Pantaleón y las visitadoras, La fiesta del Chivo…), lo que incluso le ha valido, honrosamente para él, el calificativo de pornógrafo, y, a veces, hasta de colega de Casement. Ahí está pintada la humanidad.

Pero allende las hipocresías, los miedos, y las ignorancias -como la mía-, y a propósito de la calculada polémica que ha generado este libro, cabe preguntarse: ¿es posible que en la sociedad global actual quepa todavía dudar que un gran porcentaje de la población es, ciertamente, homosexual?; y, sobre todo, ¿es dable a los no homosexuales de dicha sociedad seguir fustigando las apetencias, maneras y comportamientos de los que sí lo son? Creo que la respuesta es obvia: por supuesto que no.

Pues más allá de la contumacia de las derechas, que no aceptan la divergencia en ningún campo de la vida, y que quieren jugar a ser diosecitos terrenales para controlar las existencias ajenas, lo justo sería que la perseguida homosexualidad siguiera reforzándose conscientemente en su condición de derecho, para que pueda ejercerse libremente por parte de los hombres y mujeres que así lo deseen dentro de toda sociedad que aspire a ser civilizada, como la colombiana, entre otras.

Así, el valioso libro de Vargas Llosa, con el patetismo que suscita desde su pormenorizada descripción de la carne, me ha hecho pensar en lo diferente que es la realidad para cada uno de nosotros, seres arrojados a esta dimensión desconocida sin un manual de instrucciones, y en lo bueno que es que cada quien pueda ser sin miedo lo que realmente es, para que pueda ser valorado principalmente por lo bueno que les aporta a los demás -de lo que no gozó el humanista y bondadoso Casement- sin que le importe a nadie lo que haga o deje de hacer a puerta cerrada.