El tema de la existencia de Dios siempre ha estado presente –omnipresente, diríamos-, en el desarrollo del conocimiento, aun a pesar del florecimiento de las ciencias, que en ciega soberbia han pretendido sepultar la fe y todas las manifestaciones de trascendencia espiritual.
Tras ese largo discurrir, la Ciencia finalmente cede ante la imposibilidad de explicar muchos episodios inaprehensibles para la mente humana, y que tampoco tienen cabida en el discurso evolucionista de Darwin, iniciándose, así, la procesión profana de trasladar a los dioses de madera y arcilla, de los altares, al sigiloso escrutinio de los laboratorios, de la mano de la neurología y la neuroteología, que insisten en aproximar y ubicar, materialmente, a Dios en el entramado celular del complejo cerebro del Homo- Sapiens, o en la elegante doble hélice del ADN, que todos poseemos.
El neurocientífico canadiense Michel Persinger, tras cientos de experimentos, concluye que la “morada de Dios”, reside sobre las orejas, en los lóbulos temporales, una de tantas hipótesis.
Deam Hammer, tras analizar más de 2000 muestras de ADN, concluye en su libro, que la espiritualidad y la religión están ligadas a ciertas sustancias químicas presentes en el cerebro. En el gen VMAT2 (trasportador vehicular de monaminas), dice, se anida la fe y es el semillero de los sentimientos de trascendencia, místicos y de manifestaciones espirituales, como la meditación y la oración.
Así que, apenas comienza la búsqueda científica de la divinidad en el hombre, abriéndose una polémica que promete ser de inacabado interés. ¡Nada más que la búsqueda de Dios en las moléculas del hombre!