Nepente y olvido

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El coronavirus ha logrado que se piense en la muerte en tanto que posibilidad inmediata.
Habrá que preguntarles a los que saben, pero creo que el cerebro humano no fue diseñado para acomodarse a la finitud, a lo que se acaba y no vuelve; sino que, más bien, se trata de un órgano siempre dispuesto a aportar su luz a aquello que avanza, lo que no se detiene, crece, florece y llega a puerto. Si el libre albedrío es una ilusión necesaria, como el escritor argentino Jorge Luis Borges lo expresó y ejemplificó, las certezas a que se llega permanentemente para materializar ese engaño indispensable serían la nuez de que se ocupa la incansable mente para proveer paz. De ahí que no haya nada más humano que cogitar, importa poco que se haga “bien” o “mal”.

Pensando se vive, y… ahora es mejor sabido: pensando en la muerte se muere un poco. Pues claro que no se puede aceptar fácilmente la noción de la nada: el fin, el vacío, lo incoloro, lo inodoro, lo indoloro, lo inerte, o lo que sea que haya detrás del cortinaje purpúreo que cubre al abismo fúnebre. Estará el infinito, quizás, y así ya nadie debería preocuparse por que las cosas se acaben. O habitará allí una nueva forma de medición del tiempo y el espacio. O solamente no convenga volver sobre este tema, porque, en verdad, no hay ya de qué hablar cuando se perece. Creo que a las almas religiosas se las premia con el gran consuelo de poder acogerse con fe, o con alguno de sus sucedáneos, al principio de serenidad que trae consigo el dejarse convencer a ciegas sentimentales de que ciertamente se hizo todo lo posible en la vida, y que ello basta.

A diario escucho acerca de personas jóvenes, o no tanto, que se van antes de tiempo, a causa, fundamentalmente, de la pandemia. Se van antes: antes de su tiempo. Tiempo medido, limitado, de ninguna manera propiedad de nadie, incluido el que lo vive. Entonces suelo preguntarme qué habrá considerado sobre el futuro ese individuo hipotético dos o tres meses atrás, cuando aún no estaba contagiado: ¿creyó que podría enfermarse y morir durante algún momento de estos mientras le llegaba el turno de la vacuna?; ¿calculó acaso que no se enfermaría de virus y que viviría hasta viejo, muy viejo, y se adivinó sentado en una mecedora de madera mirando a lo lejos el mar, de repaso por asuntos pasados?; ¿quizás le importó muy poco lo que pudiera ocurrir, con útil sangre fría, y resignó su voluntad a los caprichos que el azar dicta, realmente tranquilo?

Estoy persuadido de que la mayoría de la gente que ha fallecido por esta maldición de la sangre no pensó en nada. ¿Para qué hacerlo?, soltarían en voz alta a sí mismos, usando de un modo con que a lo mejor se dieron valor, como cuando uno se toma un sorbo de fermento delante de una mujer bonita y ajena (igual que cuando alguien se enfrenta a un peligro nuevo en soledad). Pocos de los que ya no están –y estaban en Nochevieja- habrán querido meditar su ausencia.

Yo a veces lo hago. Finalmente, es una posibilidad, como insinuaba. Honro al tapabocas, me mantengo distante, saneo mis manos, callo en los aviones, imagino a Dios, inventarío lo que he hecho y lo que nunca haré. Evalúo la existencia completa o incompleta que pude tener. Concluyo, una y otra vez, sin temores, que mi cerebro no da para más sino para ilusionarse con vivir, y que así debe ser; que de todas formas debo madrugar, trabajar, escribir, leer. Que aún estoy aquí.