El dolor del armero

Columnas de Opinión
Tamaño Letra
  • Smaller Small Medium Big Bigger

Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Poco más de un año antes de morir en 2013, el inventor del fusil AK-47, Mijaíl Kaláshnikov, escribió una carta a la cabeza de la Iglesia ortodoxa rusa, el patriarca Cirilo I de Moscú, en la que declaraba lo entrampado que se había sentido durante la mayor parte de su vida.

Ignoro si con él obtuvo una absolución que le diera paz antes de la partida, pero he aquí un fragmento de ese texto: “[…] Mi dolor espiritual es insoportable. Sigo haciéndome la misma pregunta sin resolución: si mi rifle le quitó la vida a personas, ¿podría ser que yo, un creyente cristiano y ortodoxo, sea culpable de esas muertes, aun cuando fueran enemigos? Cuanto más vivo, más se adentra esta pregunta en mi cerebro y más me pregunto por qué el Señor permitió al hombre los deseos diabólicos de la envidia, la codicia y la agresión. Mi meta era crear armamento para la protección de las fronteras de mi patria. No es mi culpa que el Kaláshnikov fuera utilizado en muchos sitios con problemas. Creo que la culpa de eso la tienen esos países y no los diseñadores. […]”. 

Mijaíl Kaláshnikov diseñó, entre 1942 y 1944, y entre sus 23 y 25 años, en medio de la Segunda Guerra Mundial, la que quizás es el arma de fuego de mayor reproducción en la historia de la humanidad, el indestructible Avtomat Kaláshnikov, de 1947, año en que, después de muchas pruebas, finalmente el armero terminó la construcción de este fusil de asalto de fuego rápido.

La única formación ingenieril de Kaláshnikov la recibió él en el ejército soviético, pero ella le bastó para crear un instrumento que, a día de hoy, es todavía portado en todo el mundo, principalmente por tropas de países controlados por comunistas, por narcotraficantes mexicanos que le llaman el Cuerno de chivo debido a la forma encorvada de su cargador, y, desde luego, por guerrillas como las colombianas. Se trata de un aparato que no traiciona a su portador, pues en el agua o el barro, en el hielo o la tierra seca, no se encasquilla, no pierde percusión ni poder de letalidad. 

La súplica por perdón celestial de Kaláshnikov, real o fingida, queda ciertamente en posición de duda cuando uno lee una expresión suya previa a aquel momento epifánico, expresión entintada de política, acaso cuando todavía no temía al fin: “Mi vida es mi trabajo y mi trabajo es mi vida. Inventé este fusil de asalto para defender a mi país.

Hoy en día estoy orgulloso que para muchos signifique un sinónimo de libertad”. Por supuesto, para algunos no existe ningún síntoma de contradicción en haber pensado o dicho esto, y, al contrario, lo que allí se vislumbra es la certeza de las convicciones: estaba seguro de haber trabajado para la libertad, de su pueblo y de otros, más allá de que los usos del artefacto hubieran ido más allá de lo pretendido inicialmente. 

Para defender esto, Kaláshnikov pudo haberse dado un tiro en el pie y decir que no era su culpa que los sucesivos gobiernos soviético y ruso nunca defendieran la propiedad intelectual de su invención; y que, con ello, se estimuló a propósito la réplica del AK-47 en ámbitos insospechados. No lo hizo.

De haberlo hecho, a lo mejor habría terminado preso y muerto de frío en Siberia, a partir de algún cargo relacionado con la traición a la patria. No habrían importado entonces sus aportes a la combatividad rusa durante sus guerras. ¿Se lo exonera así de responsabilidad histórica?, o, ¿en verdad murió condenado tal y como lo intuía? Cuestión sin resolución, dijo.