Taganga: Una visión alucinante

Columnas de Opinión
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Escrito por:

José Vanegas Mejía

José Vanegas Mejía

Columna: Acotaciones de los Viernes

e-mail: jose.vanegasmejia@yahoo.es



Todavía permanece en mi memoria una imagen que me afectó hace muchos años. ¡Y bien sabemos con cuánta fuerza se fijan los recuerdos de la infancia! Por esa época yo me preguntaba por qué, viviendo a menos de tres kilómetros de un lugar tan exótico, no se me había ocurrido conocerlo, como debía ser normal en un niño de mi edad. Consideré que nunca era tarde para realizar los sueños y fue así como decidí, una calurosa tarde de agosto, satisfacer el recóndito anhelo.
Caminé hasta el pie de los cerros que por el norte resguardan de los vientos a la ciudad y emprendí el ascenso por un sendero estrecho, tapizado en algunos trechos por ramas y malezas que, cuando se las empujaba solo cedían el paso para cerrarse nuevamente sobre las huellas del intruso de turno.

Faltaban aún varios años para que la dinamita se encargara de comunicar a Taganga con la capital del departamento. Esta circunstancia me permitió acrecentar mi admiración por los nativos de ese corregimiento y valorar en su verdadera dimensión los esfuerzos que realizaban todos los días en procura de cultura y ciencia en los colegios de la ciudad. Pero aún mayor alabanza recibirían de mí, a partir de ese momento, las mujeres tagangueras que entraban a esta ciudad por el Mar de Pescaíto –por la actual carrera novena– con su mercancía diaria y bajaban a los barrios de Santa Marta con su cargamento de pescado en bateas que colocaban sobre sus cabezas en increíble equilibrio digno de los mejores ejecutores circenses.

Para esas mujeres, que midieron sin descanso las calles de la ciudad durante muchos años, no es posible inventarse un galardón. Hoy solo se me ocurre, como homenaje tardío, buscarlas una a una en sus cuarteles de invierno, en las tradicionales casas de ese poblado, para ponerlas de ejemplo como laboriosas matronas que se propusieron y cumplieron la odisea de sacar adelante a sus hijos, gente de bien, muchos de ellos profesionales.

En aquellos tiempos los pobladores de Taganga tenían que conseguir el agua potable para su consumo doméstico en el barrio Ancón, aledaño al puerto de Santa Marta, y transportarla en canoas hasta su pequeña ensenada. Se trataba de un ejercicio de todos los días.

Aquella tarde de agosto, una vez llegado a la cima, con el jadeo inevitable debido al empinado ascenso, se presentó a mis ojos la imagen imborrable de Taganga, caserío mucho más hermoso en ese tiempo, cuando el llamado desarrollo y el turismo desaforado no habían hecho presencia en la aldea y todo pertenecía a sus nativos pobladores. Tomé una bocanada del aire puro que solo puede capturarse encima de esos cerros –porque siempre pasa por sobre Santa Marta sin descender para refrescar el ambiente– y después de un breve reposo emprendí el regreso. No tuve alientos para averiguar qué más había allá, del otro lado del cerro. Mi interés se limitaba a comprobar que algo existía detrás de la inmensa mole, sin acercarme al caserío que se destacaba en el fondo del paisaje. Al fin y al cabo, ya tenía impresa en la retina la visión que antes nunca hubiera imaginado. Y ese era mi premio.

En otra ocasión llegué a Taganga por primera vez. La carretera no estaba asfaltada. Solo la intrepidez de un pariente –que amparado en su profesión de mecánico se atrevió a maltratar su viejo Chevrolet con las piedras sueltas en la vía– nos permitió bajar hasta las calles de este paraíso en el Caribe colombiano. Todavía era territorio de los tagangueros.