Borges, el último delicado

Columnas de Opinión
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En el día de su cumpleaños (agosto 24) y a 25 años de su muerte, confieso que me habría gustado la utopía de regalarle a Jorge Luis Borges un bastón nuevo con conexión a Internet, para que bajara libros en braille. Quise abrazarlo, darle picos, como hacen los argentinos.

Lo tuve cerca cuando visitó Bogotá. Habría podido regalarle, o prestarle, uno de mis ojos, o los dos. O leerle a sus autores preferidos: Stevenson, Shaw, Chesterton, Conrad, Spinoza, cuyo Dios sin estrés admiraba.

Tentado estuve de hacer las veces de guía turístico en el viejo barrio de La Candelaria, después de su entrevista en San Carlos con el presidente Turbay. No encontré los verbos, adverbios, sustantivos y adjetivos exactos. Me dio pena hablar con errores de sintaxis.

Tentado estuve de meterle la mano al bolsillo para robarle alguna ironía, un poema, y salir corriendo, Calle Décima abajo. Le habría podido arrebatar también alguno de los cuentos fantásticos que mi cacumen nunca ha logrado descifrar.

Perdí para siempre la ocasión de que estampara su firma sobre una fotocopia de sus sonetos sobre el ajedrez.

Amnésico, olvidé invitar a matear al memorioso de Buenos Aires, así en casa no le jalemos a ese democrático brebaje que invita a compartir babas. Lo seguí hasta la sede del Instituto Caro y Cuervo que presidía Ignacio Chaves a ver si se me contagiaba por ósmosis una pizca de su talento: esperanza inútil.

Me habría gustado preguntarle por qué Beppo, su gato, "vivía en la eternidad del instante". Y le habría agregado: "Ví muchos congéneres de Beppo en el cementerio de la Chacarita. ¿Por qué les gustan tanto los cementerios a los gatos gauchos?"

Chicanero, le habría dicho que caminé y almorcé por su barrio de Palermo. Y para ganarlo para mi causa le recordaría que amé y sufrí donde murió Gardel, pero que no tengo un cabello del Zorzal ni restos del avión accidentado, como miles de paisanos.

Le habría recordado que Ciorán lo llamó "el último delicado". No estoy seguro, pero también le habría dicho a ver si le arrancaba una cierta sonrisa: "Borges, usted parece rezao". He debido preguntarle si él era él, o una de sus ficciones.

Olvidé pedirle el teléfono del profesor de la U. de los Andes que proclamó en uno de sus cuentos preferidos que ser colombiano es un acto de fe.

En próxima encarnación le indagaré sobre su perplejidad por los tigres y los espejos. No le preguntaría: "Si usted era ateo, Borges, ¿por qué rezaba?" Eso se lo pregunto el teatrero español Fernando Arrabal. Respuesta: "Rezo porque se lo prometí a mamá".

Lamento no haber tenido la voz de Edmundo Rivero que le encantaba. Ni se me ocurrió preguntarle por qué no le otorgaron el Nobel. He debido decirle: "Peor para el Nobel que no se ganó un Borges, Don Georgie", así, confianzudito.

Cuando lo conocí envidié a su frágil mujer, María Kodama. Y recordé a su ex, Elsa Astete, primera dama del extraño ajedrez erótico de su vida. No sé por qué no le pregunté si Elsa era pariente remota del padre Astete, el del catecismo y que por eso se había vuelto escéptico.

Y así me hubiera fulminado con su mirada huérfana de luz, como la de su colega Homero, le habría preguntado: "Borges, ¿usted por qué nunca amó?"

Lamento no haberle dicho lo que una señora cuando se encontró con Groucho Marx en State Street, en Chicago: "Por favor, no se muera. Siga viviendo siempre". Que es lo que está ocurriendo.

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