El divorcio

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



En ruidosa separación terminó recientemente el maridaje político del presidente brasileño, Jair Bolsonaro, y de su saliente ministro de Justicia, Sérgio Moro.
Un año y pico duró el contubernio presidencial con el juez que lideró la mentada Operação Lava Jato y que condenó por corrupción al expresidente y entonces de nuevo candidato Luiz Inácio Lula da Silva. No podía ser de otra forma: en Brasil, como ya lo ha mencionado alguno de sus jurisconsultos autorizados, el sistema de justicia adolece todavía de sesgos colonialistas en su funcionamiento, siendo el de mayor notoriedad el hecho de que un juez federal, tal que Moro lo fue con estrépito, tenga a su cargo la instrucción de un proceso, y, acto seguido (¿o simultáneamente?), el juzgamiento. Se afirma que esa confusión le viene a Brasil, no de su Portugal, sino de nuestra España, la otrora enemiga cartográfica de los lusos.

Era forzoso que aquel que supo valerse de la judicatura federativa para su fiesta personal terminara en política: tales son las consecuencias de conservar cierta idea de derecho, una anacrónica, que hoy permite el relumbrón de algún desparpajado en desmedro de las instituciones jurídicas. No obstante, recuerdo que existe una razón para todo. Lo cierto es que colonial y colonialista pervive el territorio de la samba, las muchachas descomplicadas y el fútbol, aunque no lo parezca. Hace unos quince años, cuando se formó ese bloque de integración económica que al final no salió con nada, el BRIC (sigla de las iniciales de Brasil, Rusia, India y China), y que después sería el BRICS (con Suráfrica en la última letra), se pensó que por fin había pasado lo inevitable: Brasil nos aplastó a los del vecindario, incluido México, y empezó a portarse a lo potencia de verdad-verdad.

Pero el imperio amazónico no dio para más, sino para parir desde sus profundas entrañas de hedonismo a un insignificante pigmeo, Bolsonaro, y así confirmar, a partir de ello, su talante de nación con disimulo aún negrera. Acaso por las dilatadas dimensiones del país, en Brasil es relativamente más fácil que en otras partes (digamos, que en Colombia) percibir el drama histórico que vivimos los de este lado del globo (y, seguramente, no pocos africanos): el intergeneracional trauma surgido a raíz del amago de paso de feudo colonizado por una metrópoli europea a un Estado democrático en el que domine la igualdad. Dicho tránsito no ha terminado ni terminará por ahora (véase coronavirus), y menos allí, en la plantación del palo brasil, donde muchos siguen felicitándose a voz en cuello por no haber andado el mismo camino de los libertadores hispanoamericanos, y, en su lugar, fungir en la práctica a modo de fantasmagoría de Europa hasta casi el cierre del siglo XIX.

Pueblo de inmensas y celebradas distancias sociales que, con la dictadura militar que admitió por dos décadas, durante la última oleada cultural occidental (entre 1964 y 1985), halló solaz en validar su vocación de gustoso esclavizado, además de esclavista. Sérgio Moro renunció insinuando abuso de poder de Bolsonaro, el muy recto juzgador. A lo mejor vio la debacle cerca, la caída moral del capitán ignorante que quisiera matar la peste a pistoletazos. Quién sabe si solo quiso salvarse.