Cómo mover una montaña

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El domingo 6 de octubre de 1974 ocurría lo impensable en Bogotá. En el cruce de las avenidas Caracas (o carrera 14) y Ciudad de Lima (la misma calle 19), un edificio de casi cinco mil toneladas y entonces de seis pisos, de menos de veinte años de antigüedad, tendría que ser desplazado en línea recta veintinueve metros al sur de la capital por la Caracas.
La edificación tenía el nombre de la empresa que en ella operó, Cudecom; sus cimientos estaban atravesados en medio de donde debía pasar la calzada por adicionar a la calle 19 para acrecerla, y en consecuencia unir mejor al centro y al occidente bogotanos. Era, realmente, una necesidad y no un antojo: correspondía ensanchar el flujo vehicular. De hecho, el Distrito Especial estaba por cerrar el debate surgido con la solución de expropiar y demoler la obra, ¿qué quedaba por hacer? ¿Acaso la ampliación de la avenida había de ceder al interés particular? Desde luego que no.

Sin embargo, las cosas tomaron otro rumbo cuando destapó su juego el ingeniero Antonio Páez Restrepo, merecedor del Premio Nacional de Ingeniería hacía pocos años a partir del diseño y la supervisión de la cimentación del vertiginoso Edificio Avianca, a unos pasos de la esquina gaitanista de la avenida Jiménez y la carrera Séptima, pura médula de la villa que fundara precisamente el andaluz Gonzalo Jiménez de Quesada. El ingeniero Páez soltó la idea estrambótica tal que a una bomba a los funcionarios de la Alcaldía: antes que expropiarlo y detonarlo, él compraría el Cudecom y lo transportaría adonde no estorbara al progreso. La incredulidad, el asombro, el escepticismo (y hasta el humor malsano) con que se lo escuchó no atenuaron las agallas de este hombre, al punto que, pasado un año de negociaciones, dicha ciega decisión acabó por adormecer al vocerío. El inmueble se convertiría, a la fuerza, en mueble.

No iba a ser la primera construcción desplazada por el cálculo ingenieril: ya en 1851, en Londres, dieron en cambiar de sitio el Marble Arch, especie de arco de triunfo de mármol; y, en 1936, los turcos habían trasladado la mansión del padre de la nación, Atatürk. Pero esto era nuevo, por tratarse de un edificio entero, es decir, de algo más grande, más pesado. Así, el equipo de cuatrocientos trabajadores de Páez, apoyado en sus seis gatos hidráulicos que sumaban cien toneladas, se preparó para poner a andar los gruesos rodillos de acero del mecanismo de deslizamiento en carrera desafiante contra el destino. Dejar la estructura indemne, no habiendo precedentes de lo intentado, debía hacerse el éxito profundo de esta campaña de delirio.

Por eso, el 6 de octubre de 1974, los visitantes del corazón económico de aquella Bogotá, igual que las cámaras de Inravisión (en vivo y en gris para el resto del país), veían esperanzados la bandera tricolor ondeante en la cima de la mole de hormigón que se movía. ¡Y que se movió intacta! El ingeniero Antonio Páez (quien recibió un segundo Premio Nacional de Ingeniería y estuvo en El libro Guinness de los récords durante tres décadas) lo dijo después sin hipocresía: “Colombia siempre ha tenido en sus profesionales una capacidad de análisis superior a muchos otros países”. Pues veía en el suceso clara dispensa tanto de la ambición íntima como de la fe de los nuestros. De ahí los vivas a Colombia lacrimosos del final: aquí todo seguía siendo posible.