Rumbear sin cédula

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Jesús Dulce Hernández

Jesús Dulce Hernández

Columna: Anaquel

e-mail: ja.dulce@gmail.com



No recuerdo la primera vez que en mi casa me dejaron salir solo, pero debió ser más o menos a la edad de los 10 o 12 años, y eso, a la tienda del barrio donde vivía.
Las razones eran obvias. En un país como éste, dejar un niño sólo deambular por las calles no sólo es entregarlo al Auschwitz que representan las vías y los conductores colombianos, sino que es poner en bandeja de plata una víctima de cualquier tipo de atropellos y ultrajes.

Lo que sí recuerdo bien fue la primera vez que intenté salir de rumba en Bogotá antes de cumplir la mayoría de edad. Nunca lo olvidaré. Yo era un primíparo como cualquiera, que había llegado con tan sólo 17 años a estudiar en la universidad, es decir casi todavía con el tetero en la boca. Nunca hagan eso. Esa mala maña de creer que mientras más joven se llegue a la universidad más inteligente se es. Pura mentira. Eso lo que significa es que uno no ha vivido nada, que no aprovechó la infancia ni la adolescencia como tocaba. Que se maduró viche. Y así, sin más, lo mandan a uno a la universidad a lidiar con ladrones e indigentes que le sacan puñales a uno en los buses. Pero retomando el cuento, intenté salir de rumba con unos amigos del semestre. Otro amigo de la infancia y yo, los dos costeños que no teníamos cédula, empezamos a padecer el viacrucis de la negación de entradas a los sitios. A uno del grupo, claramente capitalino y de unos 20 años, se le ocurrió la idea de ingresar a una de las discotecas para que le pusieran el sello de pago en la muñeca y así, salir inmediatamente hacia donde estábamos, calentar la tinta del sello con su propio vaho y, juntando su muñeca contra la nuestra, reproducir la impresión en nuestra piel. Todo un fracaso. Acabamos emparrandados en la casa de alguien, cantando vallenatos para acallar la vergüenza de querer ser grandes sin serlo.

Son los peligros de entregarle a un menor responsabilidades para las que aún no está, ni tiene porqué estar preparado. Esos hechos, por anecdóticos que puedan llegar a ser, no distan mucho de lo que ha pasado en Colombia después de que se nos ocurriera la brillante idea de la descentralización. Como siempre, nos sentimos capaces de asumir responsabilidades para las que nadie nos había preparado. Entregarle a las regiones una autonomía ciega en manos de una clase política que ya entraba en franca decadencia, fue de lo más triste que nos pudo pasar. Por eso, por más que Verano de la Rosa sea el único que entiende las ventajas reales de descentralizar, parece que nadie se acordó de que el sistema por el cual se le entrega esa responsabilidad a los departamentos es la democracia. Es decir, a Aida Merlano.

Para que las democracias funcionen, las sociedades deben estar a la altura del sistema. Y para que esté a la altura, la gente tiene que estar educada, que no es lo mismo que saber leer. Debe estar educada de verdad, con criterio, con Historia, con visión de país, con responsabilidad social y política. Debe estar en capacidad de pensar. Mientras esto no ocurra, los votos seguirán alimentando el embudo de la corrupción del que nadie nos saca. Ahora que vuelve a estar en boga el tema de la descentralización, valdría la pena analizar si ha sido la mejor vía de progreso. Yo sigo pensando que no era el momento. Que los departamentos llevan más de 30 años entrando a las discotecas con sellos falsos que se mandan tatuar en la muñeca.