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Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Robert Dwyer nació el 21 de noviembre de 1939 en un pueblo del Estado de Misuri, Medio Oeste de los Estados Unidos, cuya capital, Kansas City, es la sede del equipo ganador del último Super Bowl.
Desde joven, Budd Dwyer marchó a estudiar a la puritana Mancomunidad de Pensilvania, uno de los estados vecinos de la ciudad de Nueva York. Allí se hizo educador y, con el tiempo, entrenador escolar de fútbol americano; en el ínterin se casó con Joanne y tuvo dos hijos con ella, un niño y una niña. Debe decirse que en Pensilvania también moriría, apenas a los cuarenta y siete años de edad. Pero vamos por partes. Antes de fallecer, y luego de pasar más de quince años entre la Cámara de Representantes y el Senado estatales, Dwyer asumió, en 1981, el importante cargo de tesorero del estado que lo había acogido como uno de los suyos, en tierra de cuáqueros. El Congreso de los Estados Unidos parecía abrir sus puertas al republicano.

A principios de la década de los ochenta del siglo pasado, Pensilvania se había embarcado en la religiosa tarea de hacer efectivos los reembolsos por el pago excesivo de impuestos que, erradamente, se había forzado a hacer a los empleados oficiales. Para ello, se consideró necesaria la apertura de un proceso de contratación pública mediante el que se satisficiera la inmensa necesidad informática que la tarea devolutiva implicaba. Motivada por esta oportunidad, una empresa californiana voló de costa a costa a repartir sobornos por cuatro y medio millones de dólares, para así hacerse con la adjudicación del contrato (la misma historia por todas partes). Tiempo después, un anónimo llegó al despacho del gobernador Richard Thornburgh con información relativa al hecho de corrupción: el mayor enlodado era Budd Dwyer, quien, supuestamente, habría recibido trescientos mil dólares dentro del engranaje de retribuciones.

Una causa judicial se abrió, y, en efecto, a finales de 1986, Dwyer fue hallado responsable de conductas relacionadas con dicho cohecho por parte de la corte del ya septuagenario –medieval, le llamó el procesado por escrito- juez Malcolm Muir. Algunos tecnicismos legales, propios del sistema estatal de justicia, que no pudieron ser superados por su asistencia letrada, le impidieron a Budd defenderse eficazmente. El caso es que se quedaba cada vez más solo en tanto las posibilidades de probar su inocencia se agotaban. En tales arenas movedizas, Robert Dwyer siempre sostuvo la tesis de haber sido “framed”, o sea, entrampado. Cuando todo parecía perdido, sin embargo, le ofrecieron un trato: una condena de cinco años, o menos, a cambio de su renuncia, cooperar con la investigación, y, especialmente, aceptar la comisión del crimen.

Sobra relatar que Dwyer rechazó la oferta. El juez Muir, que se la tenía jurada, iba entonces por la sentencia de cincuenta y cinco años: la quería leer el 23 de enero de 1987. No obstante, Robert Dwyer se le adelantó. El 22 de enero dio una rueda de prensa televisada; leyó un discurso larguísimo y así reafirmó su inocencia, repartió tres sobres a sus ayudantes, y, sereno, sacó de una envoltura de papel de Manila un frío revólver Magnum 357 negro, de cañón largo que introdujo en su boca bien abierta mientras pedía a unos presentes que salieran y a otros que se alejaran. Las cámaras divulgaron en directo cómo un solo tiro le bastó para alegar de conclusión.