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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



El vacío de liderazgo político que existe actualmente en Colombia se hace más notorio una vez se compara el ejercicio del poder público nacional con el de otros países.
Y no hablo de medirnos en esta disciplina con Suecia, Dinamarca o Noruega, sino apenas con los vecinos latinoamericanos, pueblos con orígenes tan recientes como el nuestro, y, sin embargo, algunos de ellos más estables a estas horas. Pues estabilidad puede ser sinónimo de equilibrio, y este solo se da cuando todos tienen voz y voto en el futuro de un colectivo. La República de Colombia, lo reitero, está lejos de ser un escenario en el que se garantice la participación social en igualdad, más allá de que se diga lo contrario, y a pesar de que a veces tal ausencia se da con la complicidad de gran parte de la misma ciudadanía disminuida. El actual Gobierno es indicativo de ello (pasivo como es ante chuzadas, amenazas y muertes cotidianas de líderes sociales).
Decía que me he puesto a la tarea de ver cómo se resuelve el asunto de la autoridad en otras partes, durante estos tiempos de presidentes harto ligeritos. Así, he dedicado buena parte del esfuerzo a evaluar asuntos de la administración interna de México, país que casi duplica a Colombia en su territorio, y que por poco no triplica su población. Un Estado difícil de conducir, grande y complejo, con muchísimos intereses económicos atravesándosele, esclavo de un conflicto racial subyacente, eterno, y, como dicen que dijo su propio dictador en funciones, don Porfirio Díaz, “tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”. México, el hermano mayor de Hispanoamérica, donde en 1917 se incluyeron en la Constitución federal los derechos sociales (es decir, los derechos del ser humano para desarrollarse como tal), fenómeno primigenio en el mundo entero y de lo que solo en 1991 empezamos a hablar en serio entre nosotros.
Acaso a tal pasado de triunfo liberal se deberá que Andrés Manuel López Obrador se haya empleado a fondo durante los últimos quince años para lograr lo imposible después de perder las elecciones de 2006 (con muy posible robo electoral de Felipe Calderón) y de 2012: llegar a dirigir a una nación en la que la sola mención de su nombre generaba miedo, por supuestamente ser comunista, guerrillero…, “ateo y masón”. A lo largo de esta década y media he visto entrevistas que le han realizado al tabasqueño en las que a ciertos periodistas mexicanos nada más les ha faltado pegarle (recuerdo a Carlos Loret de Mola, especialmente, por la “espuma que le salía de la boca”). Claro, estos se sentían blindados por el odio que el hoy presidente recibía de sectores concretos. Jamás iba a ganar ese hombre, además ya viejo, la Presidencia.
No obstante, AMLO, como le llaman, venció con suficiencia y lo hizo para demostrar que era todo un demócrata. Casi todos los días hábiles efectúa una muestra de sobriedad y fuerza llamada “Las Mañaneras”, conferencias con la prensa. Allí, dotado de buenas maneras y de serenidad a prueba de provocaciones, el presidente atiende sin rodeos a los presentes, y gobierna en directo con sus funcionarios, a quienes pone a responder al pueblo que los mira mediante la exposición de resultados. Con los empresarios se reúne permanentemente, y a Donald Trump lo torea con arte y también con pulso firme. Para que aprendan por aquí cómo se hace lo que hay que hacer.