La dictadura de los jueces

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Escrito por:

Rafael Nieto Loaiza

Rafael Nieto Loaiza

Columna: Opinión

e-mail: rafaelnietoloaiza@yahoo.com

Twitter: @RafaNietoLoaiza


¿Puede el pueblo modificar una sentencia de la Corte Constitucional? La respuesta tiene varias aristas.

La primera, que en un sistema democrático el poder estatal se divide entre distintas ramas y que entre ellas se conforma un sistema de pesos y contrapesos mutuos, que evita la concentración y el abuso del poder y da garantías para las libertades y derechos de los ciudadanos.

La segunda, a la Corte Constitucional, según el art 241, le corresponde “la guarda de la integridad y supremacía de la Constitución, en los estrictos y precisos términos de este artículo” y entre sus tareas están “decidir […] sobre la constitucionalidad de la convocatoria a un referendo o a una Asamblea Constituyente para reformar la Constitución, sólo por vicios de procedimiento en su formación”.

La tercera, que en un sistema democrático la soberanía reside en el pueblo. Así lo reconoce la Constitución en su art. 3 y establece un variado conjunto de mecanismos de participación popular en el art. 103, entre ellos el referendo, con el que se convoca al pueblo para reformar la Constitución, art. 374, o para que apruebe o rechace un proyecto de norma o derogue o no una norma ya vigente.

Pues bien, en el Congreso cursa un proyecto de reforma constitucional, del representante Álvaro Hernán Prada, que busca que el pueblo pueda, mediante referendo, rechazar o modificar sentencias de la Corte Constitucional. Esa propuesta ha generado un debate público en el que incluso se ha llegado a afirmar, nada menos que por la Decana de la facultad de derecho de la Universidad de los Andes, que es “un golpe directo al corazón del estado constitucional de derecho” y que “olvida que las cortes constitucionales existen para poner un límite a las mayorías en defensa de los derechos fundamentales de las minorías”.

Habría que recordarle a la Decana que el que puede lo más puede lo menos, y que si el pueblo puede modificar, sin límite alguno, la Carta Política, podría también modificar las sentencias de la Constitucional.

Negarle ese derecho al pueblo significaría trasladar la soberanía del pueblo a la Corte. Yo no dudo que hay quienes efectivamente quieren tal cosa, en particular los activistas judiciales que, para saltarse a las mayorías en el Congreso, han diseñado toda una serie de “litigios estratégicos” con los que se consigue que la Constitucional apruebe lo contrario a lo que dice la Carta, como ha ocurrido por ejemplo en materia de aborto, matrimonio y consumo de drogas sicoactivas. Me atrevo incluso a sostener que muchos magistrados de la misma Corte están en esa posición y que la teoría de la “sustitución” constitucional va en esa dirección.

Negarle ese derecho al pueblo significaría también que la Constitución sería la que se le antojara a la mayoría de los magistrados de la Corte y no la que dice el pueblo expresada en el texto constitucional que redacta una Constituyente o se aprueba en un referendo. Alguien dirá que es efectivamente lo que viene ocurriendo. Yo resalto, sin embargo, otra cara del problema: sería una minoría, peor aún, apenas 5 personas (la Corte tiene 9 magistrados), la que definiría la Constitución por encima de lo que el pueblo expresa en las urnas. Un contrasentido, sin duda, en el problema de minorías y mayorías. Para las preocupaciones de la Decana la respuesta es distinta: todo estado democrático debe respetar los tratados internacionales de derechos humanos. Ese es el límite.

Sin embargo, yo no dudo de que el abuso de los mecanismos de democracia directa, como el plebiscito o el referendo, genera riesgos para el sistema democrático. Con ese abuso se deriva en lo que la doctrina ha denominado “democracia plebiscitaria” en la cual, so pretexto de una relación directa con el pueblo, el Ejecutivo pasa por encima de las otras ramas del poder público y deviene en un gobierno autoritario que, además, alega legitimidad con base en el pronunciamiento popular. Por ello, hay que ser especialmente cuidadoso y exigente en el ejercicio de esos mecanismos. Pero mucho va de ahí a reemplazar el poder soberano del pueblo por el de unos magistrados que, además, no tienen representación política alguna. El gobierno de los jueces es, en realidad, la dictadura de los jueces. No sobra recordarlo.