Coherencia

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



La palabrita, aunque legítima, solo se volvió popular en español desde que alguien la hizo importante en cuestiones políticas abordadas en idioma inglés.
No hay que olvidar que los pueblos hispanoparlantes son, casi sin excepción, culturalmente anglo-dependientes, y que, en esa medida, por aquí se adopta sin filtrada adaptación mucho de lo aprovechable que proviene de ese microcosmos excluyente (los Estados Unidos, Canadá, las cuatro naciones del Reino Unido, Irlanda, Australia y Nueva Zelanda), tanto como lo desechable, que no es poco ni inane. De modo que el uso de “coherencia” entre los infantiles políticos colombianos (las más de las veces para vanagloriarse de ser “coherentes” y, al mismo tiempo, para acusar a otros de no serlo) bien puede asociarse a coherence, o ya a consistency, pero su significado –tal vez trivializado merced a su repetición constante- no ha dejado de ser, sin embargo, el mismo de siempre: seriedad respecto de los asuntos públicos.

Ahora bien, no me malinterpreten: desde luego se trata de seriedad tipo virtud política originada en una característica de la propia personalidad, a su vez entendida, no como aquella actitud deliberada de poner cara de odio y resentimiento en escenarios sociales seleccionados (como la muy desagradable joven Greta Thunberg lo hace para captar prosélitos electrónicos de la causa fácil del clima a partir de la recitación caricaturesca de libretos escritos por unos vivos), sino, simplemente, hacer lo que se dice, ser íntegro: no mentir, no callar verdades, no entremezclar mentira y verdad para manipular desinformados (para timar a la ONU, digamos). Además, se practica la seriedad (es decir, la coherencia, la consistencia, la congruencia, etc.) aun cuando se cambia de parecer: sin que deba llegarse al extremo de afirmar que “la política es dinámica”, no se puede negar que, si las causas originarias de una situación varían sustancialmente, mal podría alguien intentar canalizar ese río caudaloso que es la realidad.

Claro, si un político de los de estos días fuera capaz de sincerarse en privado diría que no estoy viendo el asunto al trasluz del pragmatismo. Tal podría –supongamos- argumentar que la política electoral es la lucha por el poder efectivo, y no la tensión de ideales basada en la contraposición de concepciones particulares acerca de lo que debe ser “el gobierno de la polis”. Me imagino que incluso se reforzaría esta premisa mediante la aseveración enfática de que los profesionales de la política no son académicos en la mayoría de los países del mundo, no son personas en busca de conocimiento sobre el Estado o la sociedad, no son ningunos marcoaurelios, sino apenas entes de carne y hueso que acaudillan a otros de igual condición, y que juntos pretenden hacerse con lo que, en el fondo, une a todas las llamadas ideologías: la impune apropiación del erario.

Hasta se daría un ejemplo más o menos incontrovertible: el peronismo argentino, que, actualizado, está cerca de volver a mandar, ha sido un modelo de “flexibilidad” durante siete décadas, y ahí sigue. Por algo será. No obstante, entonces yo podría oponer un regate a esa hipotética exposición: ¿acaso no hay quien crea coherente el incesante vaivén histórico del peronismo de un lado al otro –de izquierda a derecha-? Lo hay. Sí, la seriedad puede fingirse.