Llévame a la Luna

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Tulio Ramos Mancilla

Tulio Ramos Mancilla

Columna: Toma de Posiciones

e-mail: tramosmancilla@hotmail.com

Twitter: @TulioRamosM



Nada de original hay en que use para el título de esta columna el nombre de una de las más bellas y divertidas canciones del inmortal Frank Sinatra.
Sin embargo, el hecho de que me sirva para ilustrar una sensación que desconozco, claro, pero que en algo puedo anticipar, si me zambullo imaginariamente en el corazón de los navegantes del espacio (quienes sí que han ojeado a la Luna de cerca), justifica un poco mi pereza mental. Ahora bien, ¿por qué ir a la Luna y el romanticismo tendrían que ser pasiones análogas? Bueno, como bien lo susurra la Voz (¿o quizás debería decir Bart Howard, el autor de la letra de Fly me to the Moon?), es verdad que una mujer puede hacer que un hombre vea cómo es la primavera en Júpiter y Marte… Lo cierto es que, para cualquiera de esas dos cosas, se requiere de inteligencia y coraje a partes iguales.

Era 1969 y los gringos iban perdiendo la llamada “carrera espacial”, aunque no por mucho, contra los rusos. En 1957, el temperamental Nikita Kruschov pegó duro: puso su satélite artificial, el Sputnik 1, en la órbita de la Tierra. Cuatro meses después, los yanquis lograron lo mismo, con el Explorer I, después de varios fracasos. La excusa en ambos casos fue la investigación científica (para el aparato soviético, la atmósfera; para el norteamericano, la radiación), pero debajo de tanta academia yacía la premura por imponerse rápido en este combate de indiscutibles gigantes. Ningún acicate para el desarrollo de los pueblos se ha inventado todavía que sea mejor que la fiebre de competir y de ganar, a tiempos sucesivos. La necesidad agudiza el ingenio, he oído.

La Guerra Fría fue, como todas las guerras, una disputa psicológica, solo que acentuada. El propio vicepresidente de John F. Kennedy (quien después de la muerte de este lo sucedería como presidente), el ambicioso texano Lyndon B. Johnson, se lo dijo clarísimo a su jefe, el Golden Boy de Boston, en una carta de 1961: “[…] A los ojos del mundo, el primero en el espacio significa el primero, punto; el segundo en el espacio significa el segundo en todo. […]”. La presión para los señores de Washington era inmensa: la política global ahora se hacía fuera del globo. Esta desazón era evidente y sus enemigos lo percibían. Ya en 1958, en tanto que forzada respuesta al Sputnik 1, el presidente y exmilitar Dwight Eisenhower había creado una agencia estatal civil (en reemplazo de la dependencia aeronáutica de defensa que existía), la National Aeronautics and Space Administration –NASA-, a modo de modesta respuesta al avance cosaco.

Sea como fuere, con la NASA quedó asentado que, aquello que los Estados Unidos hicieran, sería grande; de lo contrario, habrían fracasado. Entonces era bastante dable el desbalance en los alineamientos de los países del orbe en favor de aquella potencia que alardeara de mayor tecnología. Por lo demás, el tiempo pasaba y el empate persistía. Así, no fue sino hasta que llegaron esos ocho días de julio de 1969, cuando la década cesaba, y en el Kremlin ya no estaba Kruschov, sino Leonid Brézhnev, y en la Casa Blanca residía Richard Nixon, que hubo definición. Hoy se cumplen cincuenta años del final de esa aventura política que fue el viaje del Apolo 11: el primer alunizaje y la primera visita humana a un objeto astronómico. Todo sigue pareciendo ciencia ficción. Tal vez por eso algunos creen que nunca ocurrió, aunque haya ocurrido.