La casa de Petra

Columnas de Opinión
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Escrito por:

Carlos Escobar de Andreis

Carlos Escobar de Andreis

Columna: Opinión

e-mail: calli51@hotmail.com


En la calle 21 entre carrera octava y avenida del ferrocarril de Santa Marta está la casa de Petra. Cuenta la tradición oral samaria que muchos años atrás, cien quizás, en ella vivió una pareja que se dedicaba a la cría de cerdos.
Lo cierto es que las casas de este sector tenían más patio que construcción en mampostería de la época. Si acaso, además de la sala, el comedor y la cocina en un solo jolón, tenían apenas dos alcobas: la principal que ocupaban los padres y una adicional en la que se metían los hijos. Si del pueblo llegaba una visita, la abuela decía con aquella gracia: “una vez se cierra la puerta de la calle todo lo demás en la casa se vuelven camas”.

Como la 21 “es mocha”, la casa de Petra está como perdida en este sector de la ciudad. Es más solitaria y silenciosa, por lo que a los vecinos de la cuadra les gusta, como a los de antes, sentarse en el andén a ver quién pasa mientras reciben los hilos del viento que golpea suavemente sus caras a las cinco de la tarde, dejándoles impregnado en la piel el salitre que viene del mar. Está situada en ese rincón del Centro Histórico que aún no ha cambiado. De fachadas uniformes, de una misma altura y un decorado muy similar: ventanas con puertas plegables de madera y claraboyas arriba para que el aire circule y refresque.

Petra que aún vive y habita la casa es la nieta de don José y la señora Aminta, la pareja de criadores de cerdo de la que les hablé. Una labor -cuenta la propia Petra- que realizaban con mística, entusiasmo y dedicación. Con los frutos de su trabajo alimentaban una prole de ocho hijos de todos los tamaños y edades. En el mercado de Santa Marta, ahí al frente de la San Francisco, solo se vendía el cerdo los viernes que era el día del sacrificio. El recorrido con la carga lo hacía don José en una carretilla de madera. Cerdo fresco, limpio y bien tajado como lo había aprendido de sus padres.

Desde las cuatro lo estaban esperando para llevarlo y comerlo en frituras de chicharrón, arroz de cerdo con plátano maduro y chuleteao. Las patas del animal solo para banquetes y fiestas de fin de año, cuando escaseaban. Morcillas y embutidos artesanales en los puestos callejeros en las orillas de la plaza, acompañados con bollo de yuca que los hacía Minena en El Libertador. Don José entregaba la carga en un solo puesto y allí llegaban las señoras encopetadas con sus canastos de mimbre a comprarlo por libras sin tanta grasa y fileteao. Ya a las 8 de la mañana no se conseguía ni para remedio.

El cerdo gordo y magro de la casa de Petra no sólo era el más apetecido sino que era el único, ya que nadie en Santa Marta se ocupaba del oficio, tal vez por “sucio y dispendioso”. Los olores que expelía el criadero y el ruido que emitían de sus gargantas las crías aburrían a los vecinos y hacía que algunos se quejaran ante la secretaría de higiene, que funcionaba en el edificio de La Gota de Leche ahí bajando la Avenida Santa Rita. En las paredes de la casa de Petra está escrita la historia de la humilde pareja que surtió por un tiempo el mercado samario y que hoy se propone proveerla como hostal y como patio de la tradición y cultura que tanta falta hacen.