Las guerras no se despiden

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Escrito por:

Hernando Pacific Gnecco

Hernando Pacific Gnecco

Columna: Coloquios y Apostillas

e-mail: hernando_pacific@hotmail.com



Una guerra jamás será deseable, excepto para quienes se benefician de ella. Justificándola, emplean manoseadas justificaciones como “la defensa de la democracia y la libertad”, y cuanta estupidez se les ocurra. En realidad, esconden propósitos turbios, especialmente un voraz apetito por valiosos recursos naturales, territorios estratégicos y un sinfín de intereses en los países ocupados, siempre política y militarmente débiles. Los gobiernos totalitarios “dan papaya” a ciertos personajes, voraces y agresivos, siempre dispuestos a perpetrar guerras.

Esos codiciosos, además de poseer poderosísimos ejércitos, cuentan con el apoyo de grandes medios de comunicación condicionados para desviar la atención, ocultando lo inconveniente. Manipular a las masas es fácil, decía Goebbels. Por ello, en muchos países, la educación gratuita, universal y orientada al pensamiento crítico es una utopía. Colombia, por ejemplo, para no ir muy lejos. Por el contrario, presenciamos la estupidización masiva. Cultura, historia, ciencia y arte, o análisis noticiosos o políticos serios en formatos de fácil digestión y horarios accesibles son inexistentes. Detrás de todo, existe una sofisticada trama urdida desde ciertas organizaciones de las que apenas conocemos los ojos de cocodrilos que asoman disimulados en aguas turbias.

La destructiva industria de la guerra es altamente rentable; las ventas mundiales sobrepasan fácilmente los 500.000 millones de dólares anuales, según el Instituto de Investigación de la Paz de Estocolmo. Las diez más grandes empresas fabricantes de armamentos están en los Estados Unidos, país invasor y guerrerista por excelencia. Rusia, China y Europa (Alemania y Francia), que también lo han sido, no están muy lejanas tampoco. El mercado negro arroja cifras espeluznantes. La provisión de armas a movimientos insurgentes y contrainsurgentes, y organizaciones criminales de toda índole, es un mercado imposible de cuantificar; vienen de esos mismos países. Las inventadas Guerras de Irak y Afganistán, cuyo evidente propósito de controlar petróleo y oleoductos, se basó en mentiras gigantescas difundidas hasta el fastidio, disparó la industria bélica en más del 60%. Las crisis financieras no tocan a los proveedores de la muerte, cuyas ayudas a las campañas políticas son bastante generosas, y las contraprestación que reciben son nuevas guerras, además de mantener activas las vigentes.

Más tenebrosos todavía; las armas prohibidas. Desde el siglo XVI se intenta “humanizar” la guerra (¿acaso alguna guerra es humanitaria?), limitando la pérdida de vidas a los objetivos previstos y afectando “lo menos posible” a la población civil, la gran víctima. Pensaba el General Lee, el de la Guerra de Secesión: “está bien que la guerra sea tan terrible; de lo contrario nos gustaría demasiado”. Sherman afirmaba que poner reglas a la guerra la convierte en un deporte. El Juicio de Nuremberg y las Convenciones de Viena y la Haya de nada han servido. La brutalidad de las nuevas armas es cada vez peor, y la capacidad destructiva, creciente e inhumana. De armas artesanales pero prohibidas se ha pasado a sofisticadas armas atómicas, bombas saladas y sucias o biológicas, balas huecas o envenenadas, minas antipersonales, rayos láser enceguecedores y dañinas microondas, gases neurotóxicos y muchos otros maléficos artilugios asesinos. Vietnam fue la obra cumbre de la degradación bélica: si el napalm o los lanzallamas causaron horrores, la respuesta vietcong fue artesanal pero atroz.

La guerra, vista a través de la televisión o en el cine, comiendo crispetas, es muy chévere. El problema es cuando tu país va a un conflicto bélico y los combatientes, que van a pelear guerras ajenas, son víctimas de la “humanización”; cuando la economía de tu nación se marchita pero los sectores productivos terminan en manos de unos pocos, casi siempre los determinadores, y hay que comprar costosas armas a expensas de la salud, la educación o la infraestructura. El drama es que lo defiendes, “para no caer en las garras del comunismo”, “vivir en democracia y paz”, pero en verdad eres la víctima, envías a tus hijos al frente de combate y defiendes un régimen que te atropella. De ser así, te han quitado la capacidad de pensar. Cuando eso pasa, recuperar la senda es complicado; estás convencido de que estar sometido es lo mejor que te puede pasar. Ah, ¿a cuál comunismo te refieres? Que se sepa, se acabó hace muchos años –quedan rescoldos, sí–, nadie lo quiere pero tampoco nos interesa las guerras que nos ofrecen “para no caer en él”.



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